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El campo necesita del Edelmira Linares y Robert Bye Investigadores del Instituto de Biología de la UNAM
Quienes trabajamos en el campo como etnobotánicos, estudiando las relaciones entre las plantas y el humano a lo largo del tiempo, nos enfrentamos a experiencias de todo tipo; algunas nos maravillan, otras nos gratifican y unas más nos entristecen. Vemos muchos campos en descanso, por no decir abandonados, ya que los agricultores dicen “que ya no se puede vivir del campo como antes”, porque el precio del maíz está tan barato que ya no alcanza a veces ni siquiera para pagar los fertilizantes, y “sin fertilizante las tierras ya no dan”. Una vez en la Sierra Tarahumara estuvimos haciendo cuentas con algunas agricultoras desde las fechas en que esa tierra se cultivaba año tras año. La señora Felipa de Choguita nos platicó que su abuelo la cultivaba cada año. Es decir, había memoria de que por lo menos seis generaciones la habían cultivado anualmente para obtener su sustento, con adición de muy pocos insumos para mejorarla. Ella decía ahora que “las tierras ya no dan como antes”. En estas condiciones es difícil sembrar aunque sea para el autoconsumo. Sin embargo, refirió la señora Felipa, “seguimos haciendo nuestra luchita para que no falte el maíz”. En esa región norteña también se siembra frijol tecomari (Phaseolus coccineus), conocido en el centro de México como frijol ayocote, y calabaza. “Pero acompañan al mawi, maweke (la milpa) muchas hierbitas que comemos, y gracias a ellas tenemos alimento todo el año”. Los rarámuri que habitan en la Sierra Tarahumara consumen muchos guilibá o guiribá (quelites), que recolectan en sus campos de cultivo y los secan (o “pasan”, como allá se le dice) para tener comida en el invierno.
Además, en la temporada en que abundan los elotes y no saben si van a llegar las heladas tempranas, los cortan, blanquean y secan; les llaman chacales. De esta manera aseguran el alimento para cuando ya no hay maíz. Cuando se vive al día en regiones alejadas, donde no hay tiendas, las personas se las han ingeniado por centurias para producir su alimento y no depender de alimentos externos, ya que no hay certeza de conseguirlos. Parecería que en estas regiones no ha pasado el tiempo y la gente vive a la usanza antigua, totalmente sostenible, produciendo lo que necesita y almacenándolo para cuando no hay. Aquí no hay desperdicio. Una vez, regresando ya tarde desde Norogachi hacia Guachochi, conocimos al dueño de un rancho en Rocheachi, quien nos invitó a pasar a su casa, y a visitar su rancho, del que estaba muy orgulloso. Para nosotros fue un ejemplo de producción organizada. Su filosofía era la autosuficiencia en alimentos, por lo menos para cinco años, ya que no sabía cuándo llegarían las sequías o los inviernos muy prolongados. Tenía sus marranitos, que usaba para carne y manteca; sus guajolotes, y sus milpas sembradas con los maíces nativos que se dan allá en Chihuahua, como el apachito, el cristalino de Chihuahua y el azul. Don Daniel nos comentó que cultivaba varios maíces para comer, cada uno de los cuales servía para algún platillo diferente y sabía distinto; así no se aburría. También guardaba quelites “pasados”, flores de calabaza “pasadas” y ruedas de calabaza, verduras que reservaba para el invierno, cuando había mucha nieve y “todo está blanco, blanco y hace harto frío”, por lo que guardaba también leña para la estufa. Estufas de leña maravillosas (en la Sierra Tarahumara abunda la leña de desperdicio de los antiguos aserraderos) que sirven para todo, ya que calientan los espacios que se habitan, y además allí se cocina. Por ello, el centro y alma de la casa son las cocinas, calientitas, con aromas deliciosos de la comida serrana o del té de hierba anís o pericón (Tagetes lucida) o de laurel (Litsea glauscecens), que los rarámuri traen de la barranca para vender en la Tarahumara Alta. Este ejemplo nos maravilló y nos hizo pensar sobre la cultura del ahorro y producción que había detrás de todo este almacén de alimentos, una gran faena. Ello nos lleva a reconocer el arduo trabajo de nuestros agricultores, quienes a diario realizan su labor en el campo a fin de obtener los resultados que necesitan para una buena cosecha que les permita comer.
Las plantas que tradicionalmente han sacado de apuros a las familias campesinas cuando tienen que alimentar a sus hijos y no alcanza el maíz o el frijol, son los quelites, compañeros inseparables de las milpas que aportan durante la mayor parte del año las vitaminas y los minerales a la dieta del agricultor. Precisamente por eso, entre los múltiples estudios que hemos hecho sobre plantas útiles en México, tenemos especial preferencia por los quelites, este grupo de plantas en el que hemos trabajado durante muchos años. Nos interesan en especial porque pensamos que serán de gran importancia para la alimentación en nuestro país en el futuro próximo, que ya nos está alcanzando. A los quelites se les han adjudicado atributos negativos porque se consideran especies arvenses o malas hierbas; por eso han sido subvalorados. Sin embargo ha llegado el momento de cambiar de parecer. Estas plantas han acompañado en nuestro territorio a nuestros ancestros a lo largo de la historia. Ya Fray Bernardino de Sahagún, en su obra el Códice Florentino, menciona alrededor de 80 tipos de quilitl o verduras tiernas comestibles. Actualmente hemos enlistado alrededor de 500 diferentes tipos de quelites. Sin embargo, ¿ustedes han oído hablar de los quelites? ¿Los han consumido? De haberlo hecho, ¿cuántos quelites diferentes han comido? Los quelites son nuestras verduras autóctonas, pero si no las conocemos y consumimos van a desaparecer de nuestro universo cultural y biológico. Una vez en San Gregorio Atlapulco, Xochimilco, nos dijo un colaborador campesino: “Yo siembro mis quelites y verdolagas, aunque si ya no se venden, pues ya no los voy a sembrar; pero si me los compran, los voy a seguir sembrando”. Representa un gran esfuerzo el que hacen nuestros productores campesinos para continuar con sus tradiciones y la siembra de las semillas que les heredaron sus ancestros. Ellos han sido los verdaderos conservadores de nuestro patrimonio cultural bio-agronómico; es decir, son los guardianes de la agrobiodiversidad. Su labor es muy loable y actualmente requieren de nuestra ayuda para mantener este tesoro biocultural. Lo mejor que podemos hacer los habitantes de las ciudades para aprovechar los beneficios nutricionales de los quelites es seguir comiendo y comprando estas verduras nativas, para que se continúen cultivando año con año. En los estudios nutricionales de los quelites que hemos realizado, documentamos que aportan cantidades importantes de minerales y fibra a nuestra dieta, además de proteína, y si se consumen en taco con tortilla de maíz, acompañados de unos frijolitos, resultan una alimentación muy completa. Nuestra cruzada de vida como etnobotánicos, con más de 40 años de labor, es documentar, estudiar y dar a conocer todas estas especies de plantas comestibles que no se han valorado suficientemente, y que la ciencia actualmente está identificando como muy promisorias, por lo que debemos apoyar y mejorar su cultivo para aumentar sus rendimientos. ¡Comamos quelites para vivir mejor, y así apoyemos a nuestros agricultores a conservarlos!
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