a iniciativa de revisión del TLC que ha presentado el gobierno de Estados Unidos nos ha recordado que nada es para siempre. Contrariamente a lo que pensamos cuando se firmó el acuerdo, su duración estaba limitada por factores que entonces no tomamos en cuenta: el equilibrio de fuerzas en el interior de los tres gobiernos: estadunidense, canadiense y mexicano; los cambios de gobierno; el surgimiento de coyunturas desfavorables al libre comercio, o de coyunturas que se ven desfavorecidas por el libre comercio.
Tampoco anticipamos la llegada al poder de un gobierno hostil a alguno de los países miembros del acuerdo. Ha sido el nuevo gobierno de Washington el que nos ha sacudido para que cobremos conciencia de que el matrimonio de conveniencia entre México y Estados Unidos no era una alianza definitiva y que todo se acaba. Ahora el divorcio asoma por la ventana, pero en lugar de rogar que no nos dejen, que no se vayan, veamos la posible separación como una gran oportunidad para reinventarnos. Si no lo vemos así, entonces nosotros mismos estamos cerrando la puerta a opciones que pueden ser igualmente satisfactorias.
Entre los muchos espejitos que nos vendieron con el neoliberalismo y la reducción del Estado como fórmula de fortalecimiento, había uno que nos hizo creer que a partir de la firma de ese acuerdo entre nosotros y nuestros vecinos al norte habría sólo un futuro de cooperación –o integración– como se prefiera decir. Es evidente que no nos prometían la desaparición de todas nuestras diferencias, sólo que serían menores, accidentales y de ninguna manera esenciales.
La revisión del TLC no nos va a conducir de regreso al statu quo anterior. Durante sus años de vigencia, el acuerdo ha establecido procesos y ha creado instituciones que no se pueden desmantelar sin incurrir en costos en algunos casos prohibitivos; o simplemente, desmontar esas instituciones o interrumpir procesos productivos tripartitas puede ser inconveniente para todos los participantes. Así que mucho quedará del acuerdo en nuestra economía y en nuestra experiencia.
Sin embargo, más allá de lo que el TLC nos ha traído consideremos también lo que nos ha quitado, y de eso qué es lo que queremos recuperar. Para empezar, el acuerdo fue una cesión voluntaria de soberanía, una condición que está inscrita en todo proceso de integración. Si Washington denuncia el tratado, entonces hay que aprovechar la oportunidad que se plantea de recuperar soberanía y autonomía de decisión, por ejemplo, en relación con la política económica. Este esfuerzo hay que hacerlo porque dejar pasar la coyuntura únicamente agravaría la pérdida inicial. Si nada más nos quejamos y le suplicamos a los estadunidenses que no se vayan, o nos limitamos a sufrir pasivamente, como la Dolorosa, su partida sin aprovechar el potencial que representa, habremos cerrado nuestras opciones antes incluso de examinarlas. Una de ellas es el desarrollo del mercado interno.
Durante décadas se discutió la estrechez del mercado mexicano como una de las causas del enanismo de la mayoría de las empresas locales. Se buscó repetidamente la ampliación mediante, entre otras medidas, una reforma fiscal que redistribuyera los recursos; asimismo, se trató de fomentar la producción nacional de bienes de consumo accesibles al bolsillo de los grupos populares; pero ambas estrategias fracasaron una y otra vez por la oposición de los empresarios, y de sectores de clase media que se negaban tajantemente a un incremento de los impuestos que pagaban (una cantidad ridícula para el tamaño de la economía mexicana y del país mismo.); pero que tenían recursos para pagarse productos mexicanos caros.
Si se van los estadunidenses, tenemos la posibilidad de ver de frente y ya no por encima de su hombro, las oportunidades que ofrecen China, la Unión Europea, tal vez Brasil –cuando su élite política supere la crisis que la limita. Lo importante es que si se van, sepamos que se nos abre un abanico de oportunidades; y en ese caso tampoco hay que olvidar que nada dura para siempre.