l jefe de Estado de facto de Brasil, Michel Temer, fue acusado por el fiscal Fernando dos Santos, uno de los que participan en el megaproceso por corrupción, popularmente conocido como Lava Jato, de retener los presupuestos de la Policía Federal, luego de que ayer esa corporación, que en el país sudamericano está encargada entre otras cosas de la expedición de los pasaportes, anunció que suspendía la elaboración de tales documentos de viaje debido a que se había quedado sin fondos para tal efecto.
La acción del gobernante se inscribe en una ofensiva general del palacio de Planalto en contra de la procuraduría general, que encabeza Rodrigo Janot y que está a cargo del esclarecimiento de Lava Jato, una sórdida trama de sobornos entre empresarios y políticos que involucra a no pocos legisladores y al propio Temer, a quien el procurador ha acusado de recibir dinero de JBS, el mayor productor mundial de carne, a cambio de favorecer a esa corporación en procesos administrativos y judiciales. En respuesta, el presidente sustituto, impuesto por una componenda legislativa, denostó a Janot al afirmar que su trabajo se guía por intereses económicos.
Lo cierto es que la retención del presupuesto de la Policía Federal por Temer no puede explicarse sino como un intento de obstruir la acción de la justicia y de impedir, o cuando menos obstaculizar al máximo posible, la investigación en contra suya. Como lo señaló Dos Santos, a raíz de la falta de recursos la corporación policial debió reducir significativamente el equipo destinado a las pesquisas en torno a Lava Jato.
Si entre los brasileños de a pie ya existía la generalizada imagen de Temer como corrupto, es claro que los esfuerzos de éste por poner trabas a la investigación del escándalo financiero reforzarán esas percepciones y, al fin de cuentas, empeorarán la situación de quien sustituyó en el cargo a la presidenta Dilma Rousseff por designio de legisladores que, en su mayoría, están bajo investigación o acusados por operaciones irregulares o directamente por haber recibido dinero de empresarios a cambio de favores.
Resulta inevitable trazar un paralelismo entre la circunstancia de Temer y la del presidente estadunidense Donald Trump, quien, sin encontrarse tan acorralado ni ostentar un récord tan contundente de impopularidad como el de su homólogo brasileño, parece hundirse más con cada movimiento que realiza para impedir que los organismos del Estado esclarezcan los contactos ilegales que pudieron tener lugar entre varios integrantes de su equipo y diplomáticos rusos, con el telón de fondo de una investigación por la supuesta interferencia de Moscú en el proceso electoral estadunidense del año pasado. En ambos casos, los empeños de los gobernantes por entorpecer las investigaciones correspondientes no hacen sino consolidar las sospechas de que las imputaciones en su contra son ciertas.
En el caso del brasileño, se presenta el agravante de que, a diferencia de Trump –quien al fin de cuentas ostenta un triunfo electoral, así sea prendido con los alfileres de la literalidad legal–, Temer ocupa la presidencia como resultado de una documentada conjura legislativa para destituir a su antecesora, conjura que ha sido definida por muchos analistas como un golpe de Estado blando
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Ambas sociedades –la de Estados Unidos y la de Brasil– tienen derecho a conocer la verdad en torno al desempeño de sus respectivos jefes de Estado, pero el proceso contra Temer adquiere una significación aún mayor, por cuanto su eventual salida del cargo, para el que nunca fue electo, representaría, a fin de cuentas, un acto de restitución de la voluntad popular.