ace unos días, en la inauguración de un parque industrial en Lagos de Moreno, Jalisco, Enrique Peña Nieto se jactaba de los éxitos del modelo maquilador impuesto al país a partir del salinato. En ese acto, en el que amenazó a las víctimas del espionaje gubernamental con aplicarles la ley
por haber presentado falsos señalamientos
–un amago grotesco del que se retractó como pudo unas horas después–, dijo, con su sintaxis característica, que México se proyecta ante el mundo como un destino confiable, preparado, capacitado, con infraestructura que haga posible que siga llegando más inversión que detone empleos
. Y abundó: “Las condiciones del país, la infraestructura que hemos desarrollado, las reformas estructurales (…) han permitido que lleguen esas inversiones”, las cuales se han traducido en una generación de empleos como no la había habido nunca en la historia
, gracias a los empresarios, a los emprendedores que tienen puesta su confianza en México
.
El crecimiento de las ensambladoras automotrices en el país en décadas recientes es característico de ese desarrollo
y de esa generación de empleos
a los que hizo referencia el priísta. Sí, en estos años de neoliberalismo salvaje se han instalado diversas plantas de armado de automóviles en el centro y el norte del país, y sí, con ello se han creado fuentes de trabajo. Pero ello no se debe a la confianza en México
de las empresas extranjeras, sino a que aquí tienen asegurado un abasto inagotable de mano de obra a precios irrisorios: de acuerdo con la nota de Patricia Muñoz Ríos publicada ayer en estas páginas (https://is.gd/XoFCKV), el ingreso de un obrero mexicano de la industria automotriz es, en promedio, 3.3 veces inferior que el de un coreano, 4.5 veces menor que el de un japonés y 7.6 veces más pequeño que el de un alemán. En contraste, las armadoras en Estados Unidos tienen un costo laboral 4.8 veces más alto que en México y en Canadá es 4.7 veces mayor; incluso en Brasil es 2.4 veces más elevado
.
El dato retrata en toda su crudeza el proceso de devaluación de la fuerza de trabajo nacional que subyace en la inserción supeditada de la economía nacional en la globalidad y que, al interior del país, ha implicado una severa y sostenida ofensiva gubernamental en contra de todos los derechos de la población, empezando por la asalariada. Como se cita en la nota de referencia, que reseña un análisis del Centro de Investigación Laboral y Asesoría Sindical (Cilas) y la UAM, el correlato de esa mano de obra barata es un perverso modelo sindical y contractual de absoluta simulación y de control de los trabajadores al servicio de las trasnacionales
por medio de sindicatos “subordinados a las empresas, corporativos o charros de la CTM”.
En cuanto a la infraestructura que presumía Peña Nieto en su discurso de Lagos de Moreno, es el filón del negocio que le toca al grupo gobernante y a sus operadores: otorgar terrenos y negociar exenciones fiscales, dar concesiones para autopistas y vías de comunicación a corporativos como Grupo Higa, OHL y Odebrecht, todo ello a cambio de moches, residencias, mordidas millonarias, cargos futuros en los consejos de administración.
La estrategia de atraer inversiones extranjeras con la oferta de carne humana barata y controlada se aplica, desde luego, a todo el modelo maquilador, a las agroindustrias y al sector de servicios. De la economía formal el proceso de devaluación de la gente se extiende al conjunto de la población y se articula, junto con la corrupción, en el incremento de la delincuencia y la violencia descontrolada que vive el país desde hace más de una década. En un entorno en el que la vida de millones no vale casi nada, el homicidio tiene una alta probabilidad de quedar impune, e incluso es dable utilizar las vidas humanas como insumo en los procesos de agregación de valor de mercancías como las drogas.
Si en la industria, el comercio y los servicios la devaluación de la población ha tenido como principales mecanismos las políticas de contención salarial y de destrucción de las organizaciones sindicales y gremiales, en el ámbito rural los instrumentos principales han sido la apertura comercial, la demolición de los sistemas de apoyo al campo, la otorgación de concesiones a explotaciones mineras, energéticas, carreteras y a otros proyectos de muerte que conllevan devastación ambiental y despojo a comunidades, ejidos y pueblos.
El saldo y la obra de los gobiernos neoliberales están a la vista de quien quiera verlos y pueden resumirse en tres expresiones: devaluar el trabajo, devaluar a la gente y devaluar la vida.
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