onocí a Lola Álvarez Bravo en los años 80, en su departamento de avenida Juárez 135. Tenía curiosidad por saber quién había hecho algunos de los mejores retratos de Frida Kahlo y Xavier Villaurrutia, de un José Emilio Pacheco jovencísimo, de un Monsiváis sin el cabello blanco y de un Diego Rivera vestido de overol.
Me sorprendió que en el departamento tuviera todo: libros, cuadros con fotografías, cuarto oscuro y cientos de negativos. A diferencia de otros fotógrafos que te-nían su taller aparte aunque estuviera en la misma casa con ella no era así. Cuando me mostró algunas cajas le hice una pregunta terrorista y tonta: ¿cuántos negativos son?
–Ujule, si supiera... tal vez 4 o 5 mil.
Y de esos 5 mil conocemos una mínima parte, según dijo Carlos Monsiváis en una exposición de la fotógrafa que había sido inaugurada en el desaparecido Centro Cultural Arte Contemporáneo el jueves 29 de octubre de 1992. El cronista la vio cansada, notoriamente enferma pero muy viva pese a todo
. Casi nueve meses más tarde Lola moriría a los 86 años.
Después supe que a la muerte de Lola Álvarez Bravo su hijo había donado los negativos al Centro de Fotografía Creativa de Arizona.
Las fotografías que más me impresionaron cuando la conocí fue su serie de retratos sobre Frida Kahlo. No en vano decía que Frida había sido la mujer que más la había impresionado en su vida. Y lo dijo, como bien lo apunta Monsiváis en su libro Maravillas que son, sombras que fueron, varias décadas antes de la fridomanía impulsada fuertemente por Madonna.
Si Frida fue para ella –que conocía a tantos personajes notables– un ser excepcional, picaba la curiosidad. Según Lola cuando Frida hablaba, cuando ella caminaba, cuando ella pintaba, cuando ella se expresaba, ya inspiraba algo. Para mí, era como pájaros y flores y colchas de punto; un estilo mexicano que concentraba una época y se vertía a través de ella. Frida era eso
.
Quizá por ello en las fotografías que le hizo, el mundo y sus objetos giran alrededor de la pintora: Los remolinos de sus pensamientos se concentran en sus ojos, sus vestidos largos la plantan al suelo y la hacen levitar, ascender, sus anillos que brillan y se amontonan en sus dedos nos invitan a recorrer su cuerpo, a columpiar la mirada en sus aretes largos o a detenernos en su cabeza adornada con peinados imposibles. Mis favoritas son aquellas donde Frida frente a un espejo mira como a través de una ventana. No se ve ella, mira lo que se esconde, lo que no vemos. Esas fotografías son en realidad un grupo de imágenes fuera del tiempo, imágenes que custodian sus dos perros sin pelo que parecen de piedra.
Pero así como me sorprendieron sus retratos de los famosos me llamaron mucho la atención sus retratos y fotografías de la gente anónima, aquella que tiene historias y se le asoman en el rostro. Lola Álvarez Bravo encontró en lo popular, en lo cotidiano, misterio y sensualidad, gana y orgullo.
Lola nos contó con imágenes cosas comunes de la gente importante y cosas importantes de la gente común.
Este año se cumple un siglo y una década de su nacimiento. Sería estupendo que sus imágenes pudieran seguir alimentando, con ese pretexto, nuestro imaginario colectivo. Mirarlas es mirarnos. A eso también tienen derecho los jóvenes que no las han visto. Mirar es conocer.