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Entre Juana de Arco y el McDonalds
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i se quita la grandísima mentira mediática de que Emmanuel Macron y su Asociación para la Renovación de la Vida Política (ARVP) son centristas –porque no lo son–, resulta inevitable reconocer que poco más de 65 por ciento de los votos de la elección presidencial del pasado domingo en Francia fueron a parar a diversas expresiones de la derecha: desde la candidatura parroquial y nostálgica de François Fillon, en la que acabó refugiado el viejo gaullismo republicano, hasta el trumpismo de Marine Le Pen y el Frente Nacional. Y claro: el neoliberalismo de Macron, quien engordó –políticamente hablando– como ministro de Economía en el gabinete de François Hollande.

Por el lado de la izquierda, Jean-Luc Mélenchon, candidato de Francia Insumisa (FI) y representante de una izquierda novedosa, ambientalista y de pensamiento horizontal, no logró repetir la hazaña de sus primos ideológicos de Podemos, quienes en la vecina España han conseguido consolidarse en un tercio de las preferencias electorales, aunque rozó la quinta parte: 19.62 por ciento. Benoît Hamon, abanderado del Partido Socialista (PS), tuvo en contra la horrorosa gestión de Hollande (además de la poco disimulada simpatía del actual presidente por Macron) y acabó hundido, junto con su organización partidista, en 6.35 por ciento de los sufragios. El resto variopinto de las candidaturas (seis) se repartió, en conjunto, poco menos de 8 por ciento de la votación total.

Así las cosas, el pase a segunda vuelta de Macron y Le Pen conforma un escenario ideológico parecido a la confrontación del año pasado entre Hillary Clinton y Donald Trump, es decir, una disputa por el poder entre una derecha globalifílica y liberal y otra cerril, patriotera y abiertamente racista. Una de las obvias diferencias es que el Frente Nacional lleva muchos años asediando al poder político francés, en tanto que el multimillonario republicano tomó por asalto la Casa Blanca en una operación mercadológica fulminante; otra, que Macron llega con el disfraz de una opción electoral joven, nueva y de formulación reciente (como la de Albert Rivera/Ciudadanos en España), en tanto que Clinton no pudo disimular su pertenencia a un aparato gubernamental envejecido y corrompido.

El hecho es que, tanto en Francia como en Estados Unidos (donde previamente se procedió a encapsular al movimiento de Bernie Sanders), una alternativa de transformaciones sociales, políticas y económicas de relevancia queda fuera de la competencia desde la configuración misma de estos escenarios. Como ocurrió anteriormente en la todavía superpotencia del norte, ninguna de las opciones electorales que pelearán entre sí por hacerse con la presidencia francesa ofrece respuestas ni soluciones reales a un país que tiene a 13 por ciento de su población en situación de pobreza (sí, en Francia hay 9 millones de pobres), por más que no pocos de ellos hayan sido envenenados por la prédica fóbica del Frente Nacional y crean sinceramente que su desafortunada situación es culpa de los inmigrantes. Ni uno ni otra tienen un discurso coherente en materia ambiental, que representa un problema cada día más palpable. Ninguno de ellos ofrece algo realista y concreto a millones de ciudadanos cuyos niveles y calidad de vida se degradan en forma sistemática desde que la clase política procedió, por consenso, a la demolición del estado de bienestar. Y si la racista propone a los jóvenes desesperanzados que revivan el culto a Juana de Arco, el neoliberal les ofrece sembrar el país con franquicias y McDonalds. Es legítimo sospechar que semejante choix reforzará el cinismo y el descrédito general de la política.

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