os resultados preliminares de la primera vuelta de la elección presidencial en Francia ubican como ganador al neoliberal independiente Emmanuel Macron (23 por ciento), seguido por la candidata ultraderechista Marine Le Pen (22 por ciento). Fuera de la competencia quedaron el izquierdista ambientalista Jean-Luc Mélenchon (19.5), el conservador François Fillon (19) y el abanderado del Partido Socialista (PS) –actualmente en el poder–, Benoît Hamon (7), enre otros.
Estos resultados representan el colapso del PS, hundido por la abrumadora impopularidad del mandatario saliente, François Hollande, al tiempo que confirman el declive de la derecha tradicional gaullista, impulsora de Fillon, fenómeno que desde 2007 venía abriendo paso en el escenario electoral francés al neoliberalismo puro y duro que con Nicolas Sarkozy llegó por primera vez al Palacio del Elíseo en 2007.
Al confirmarse el paso a la segunda vuelta de la abanderada del xenófobo Frente Nacional (FN), tanto Hamon como Fillon expresaron su respaldo a Macron, en tanto que Mélenchon anunció que consultará con sus bases antes de emitir su posición.
Este escenario recuerda necesariamente al vivido en las elecciones de 2002, cuando por primera vez llegó al balotaje un candidato del FN. En aquellos comicios, el riesgo de que alcanzara la presidencia el semifascista Jean-Marie Le Pen, fundador del partido que agrupó a los sectores colonialistas, antisemitas y filonazis, y padre de la actual candidata, orilló al resto de la clase política a cerrar filas en torno de la relección del ex presidente Jacques Chirac, quien de esta manera obtuvo 82 por ciento de los votos en la segunda vuelta, así como mayoría absoluta en las votaciones parlamentarias.
La circunstancia actual es mucho peor que la de hace 15 años, porque ahora los franceses deberán optar entre el neoliberalismo desembozado y el ultraderechismo cerril que encarna el Frente Nacional. En efecto, lo que caracteriza a la plataforma de Macron es el mercantilismo a ultranza que busca administrar al Estado como entidad privada y sin ninguna suerte de sentido nacional, cultural o social. Se trata, en suma, del peor escenario posible, en el cual no sólo quedó descartada una propuesta de renovación moderna y articulada en torno del insoslayable problema ambiental, como la defendida por Mélenchon, sino que ni siquiera se cuente con una derecha nacionalista aglutinada en torno de la idea del Estado, como la que significó desde la posguerra el amplio abanico del gaullismo.
En momentos históricos precisos la sociedad francesa ha sido capaz de desatar transformaciones sociales de enorme y duradero significado no sólo para la propia Francia, sino para el resto del mundo, como la Revolución de 1789, la Comuna de París (1871) y los gobiernos de frente popular previos a la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, procesos como el actual recuerdan que en el fondo la sociedad francesa sigue siendo profundamente conservadora, que en esta coyuntura histórica se decantó en 80 por ciento por tres expresiones que van de la derecha a la ultraderecha. Se augura que la representada por Macron –a quien, para colmo, se considera delfín extraoficial y furtivo del gobierno de Hollande– logrará en la segunda vuelta del mes entrante un triunfo no tan holgado como el que logró Chirac en 2002 ante el fundador del FN. Por inferencia, este partido lograría, de confirmarse los pronósticos, un avance desolador, y podría pasar, en tres lustros, de una quinta a una tercera parte de la votación.
El primer desafío para los franceses radica en impedir la llegada al poder de la ultraderecha abiertamente portadora de postulados racistas, chovinistas y xenófobos, pero la eventual elección de Macron no permite augurar ninguna mejora en las condiciones de vida de las mayorías sino, por el contrario, una continuada destrucción del tejido social y de los valores fundacionales del republicanismo francés: la libertad, la igualdad y la fraternidad.