a noticia central de las últimas semanas ha sido ostensible: la escalada de posicionamientos militares de Estados Unidos contra Corea del Norte. Portaviones estadunidenses circundan las costas de la península coreana, centenares de nuevos dispositivos Tomahawk han sido emplazados en Corea del Sur apuntando hacia Pyongyang, las maniobras y ejercicios militares son ya cotidianos. Desde hace décadas, el régimen que fundó Kim Il-sung ha sido uno de los blancos centrales de la política de la Casa Blanca en Asia. La razón evidente: el creciente arsenal nuclear, que en últimas fechas falló en el intento de agregar misiles intercontinentales (arma que puede alcanzar las costas de California o la ciudad de Seattle).
La prensa mundial ha vuelto a poner un justificado énfasis en la crítica a un régimen controlado por una sola familia y un partido de Estado único que gobierna bajo la doctrina Juche, lo militar-primero. De lo que se habla poco, o no se habla simplemente, es del peculiar lugar que ocupa en la constelación asiática. Desde los años 60, el gobierno de Pyongyang ha sido, de una manera muy particular, una continuación (no necesariamente dócil) de la política exterior china; y a partir de los años 90, de su política nuclear. Al menos en el ámbito del laberinto de las armas nucleares, hablar de Corea del Norte es hablar de China. Una relación que, por cierto, nunca ha sido fácil para ninguno de los dos países. Corea del Norte siempre ha resentido el poderío de Pekín, y China, la sobrecarga de una población entera.
Fue el secretario de Comercio de Washington el que aclaró el motivo profundo del nuevo asedio militar. Sus palabras fueron enfáticas: Si China controla a Corea del Norte, se podría evitar una guerra comercial
. Hay un patetismo en todo esto. Pedir a Pekín que controle a Kim Jong-un es tan sólo un rodeo para pedir a China que ceda. ¿Pero que ceda en qué? La segunda frase es elocuente: en el ámbito de las relaciones comerciales con Estados Unidos. Toda la suma de hostilidades que ha acumulado el Pentágono en la región parecen tener un propósito visible: renegociar con China una historia que se remonta a los años 70.
En pleno auge de la guerra fría, Estados Unidos logró dividir y enfrentar a China y la Unión Soviética, ofreciendo a la primera el estatus de socio preferencial (apertura de inversiones, importaciones, endeudamiento, etcétera). China capitalizó la oportunidad hasta convertirse en una fuerza mucho más dinámica que Estados Unidos. Hoy las relaciones entre ambas se encuentran a tal grado entretejidas, que es inútil pensar en una separación. Lo que está a negociación, como lo apuntó Immanuel Wallerstein hace algunas semanas en este diario, es el lugar que va a ocupar Estados Unidos en este binomio. ¿El de un socio equivalente? ¿El de un socio ya menor?
El otro espacio en el que Estados Unidos ofreció espacios preferenciales por motivos estrictamente geopolíticos, fue la región del Tratado de Libre Comercio con México y Canadá. En los años 90, después de la caída del Muro de Berlín, comenzó un súbito reorden geopolítico tanto en Europa como en otras regiones del planeta (en particular el mundo árabe). Washington decidió que debía garantizar las condiciones de su seguridad en un espacio mayor al de sus fronteras. El resultado del TLCAN fue, a la vuelta de dos décadas, también la pérdida de posiciones frente a México y Canadá. Hoy el dilema para Washington es qué hacer frente a un entramado de tres naciones –China, Canadá y México–, con las cuales mantiene relaciones preferenciales que ya no logra capitalizar del todo en su favor.
La respuesta de la impredecible Casa Blanca de la actualidad ha sido, hasta la fecha, banal. Presionar ahí donde los más afectados resultan los complejos financiero-industriales estadunidenses. Lo que hoy requiere su sociedad es más bien una reforma interna que restaure sus antiguos umbrales de iniciativa y productividad. Sobre todo el cuidado de su fuerza de trabajo, que el sistema abandonó y dejó a la deriva en las últimas décadas. Bernie Sanders lo habría hecho mil veces mejor en este sentido.
La pregunta es si las negociaciones comerciales que Estados Unidos quiere imponer no deberían efectuarse entre los cuatro países que representan a este polo del Pacífico que reúne hoy a más de las tres quintas partes de la economía mundial. Suena, hoy día, a cuento de hadas. Pero podría no serlo en la perspectiva de los años venideros. ¿Quién va a presionar a las corruptas élites mexicanas para que eleven salarios y prestaciones en una sociedad cuya principal tarea actual es la expansión del mercado interno? ¿Quién va a sonar la alarma en Washington para que revise las dramáticas condiciones de su mundo del trabajo? ¿Quién va a presionar a China para que disminuya el dumping al menos en esta área? De Canadá nadie parece tener objeciones. Al menos esos son los dividendos de una auténtica economía social de mercado, la única en toda la región.
No estamos en los años 90. El Pacífico del Norte se ha reconfigurado por completo. La negativa de Estados Unidos a firmar el ATP, tratado cuya intención era aislar un poco a China, ¿hablan en cierta manera de un presidente manchurio en la Casa Blanca? El dilema reside en esa extraño principio simbólico y real que hace que toda gran potencia crea que su papel como número uno está garantizado por la eternidad.
La diplomacia mexicana, que ha sido reducida por la tecnocracia local a un ente subsidiario de Washington, podría al menos despabilarse. Toda negociación entre China y Estados Unidos afecta inevitablemente las condiciones originales del TLC. ¿Por qué no intentar entonces actuar de alguna manera en ese espacio? Se trata por supuesto de una opción peligrosa y de alto riesgo. Pero de esas apuestas está llena la historia mexicana del siglo XX, de las cuales ha salido frecuentemente airosa.