Opinión
Ver día anteriorSábado 17 de diciembre de 2016Ver día siguienteEdiciones anteriores
Servicio Sindicado RSS
Dixio
 
Apuntes postsoviéticos

Un cuarto de siglo

H

ace 25 años se disolvió la Unión Soviética y surgió –en el espacio postsoviético– un conglomerado heterogéneo de 15 países que comparten, más allá de sus peculiares formas de hacer política interna, un solo rasgo: el capitalismo, donde una minoría de privilegiados detenta una riqueza insultante y la mayoría sobrevive con severas penurias, igual que sucede en México.

Herido de muerte el sistema socialista, sentenciado a desaparecer el partido comunista como fuerza rectora de la sociedad, agotada la economía por la carrera armamentista y los 10 años de guerra en Afganistán, los historiadores no terminan de ponerse de acuerdo en cuál fue el detonante de la desintegración de la Unión Soviética.

Coinciden en que, sin minimizar la importancia de cada episodio por separado, el fin se debió a una vertiginosa concatenación de factores, cuyos impulsores al principio no se plantearon como meta acabar con la Unión Soviética y señalan que, a partir del fallido putsch de agosto de 1991, ya no hubo posibilidad de dar marcha atrás: la gente se pronunció por el cambio, aunque se sabía que era necesario destruir no había una idea clara de qué construir a cambio.

Se llegó a ese punto cuando el experimento reformista de Mijail Gorbachov –tras seis años de intentar revivir el socialismo soviético con su perestroika (restructuración) y glasnost (apertura)– ocasionó un cisma en la dirigencia del partido comunista que forzó al sector conservador a dar un golpe de Estado, que apenas duró tres días por el amplio rechazo social y de una parte del ejército.

Continuó tambaleándose el sistema por la enconada lucha por el poder entre Gorbachov y Boris Yeltsin, el presidente de Rusia, lo que condujo a las tres repúblicas eslavas a reunirse para proclamar de último momento la creación de la Comunidad de Estados Independientes (CEI), ante la separación irreversible de las tres bálticas y la cautela de las centroasiáticas que prefirieron no acudir a la cita y esperar la evolución de las cosas, negándose a suscribir el nuevo pacto federal propuesto por el aún líder soviético.

La navidad de 1991, después de que el 21 de diciembre todas las repúblicas soviéticas, salvo las bálticas y Georgia, firmaron en la capital de Kazajstán el Protocolo de Alma-Ata que apostó por la CEI como imprecisa formación estatal, Gorbachov dimitió y la bandera roja, con la hoz y el martillo, fue izada del Kremlin.

Al día siguiente, el 26 de diciembre, el Soviet Supremo se autodisolvió y comenzó el reconocimiento internacional de los países surgidos de las ruinas que dejó la Unión Soviética.

Un cuarto de siglo más tarde se acumulan los rasgos nefastos del capitalismo postsoviético –una CEI que no es sino un membrete, pueblos hermanos enfrentados, riquezas naturales saqueadas a la sombra del poder, regímenes autoritarios o clanes gobernantes, etcétera– y existe una sola certeza: fracasó el modelo soviético de socialismo, nunca el anhelo de la humanidad por lograr una vida más justa y digna.