l consumo de vino en México se ha incrementado en los pasados 10 años. Sus consumidores han aumentado significativamente. El caldo ha dejado de ser una bebida de ejecutivos con alto poder adquisitivo y cada vez más mujeres y jóvenes lo ingieren.
Pero detrás de algunas de las copas de vino que se degustan en el país hay una amarga historia de expolio. Cerca de 30 por ciento de la producción nacional proviene de Baja California. Y allí, la empresa vinícola LA Cetto, una de las más importantes del país, despojó e invadió tierras pertenecientes al pueblo kiliwa y pretende apropiarse de terrenos nacionales que no son suyos.
Los kiliwas son uno de los cinco pueblos originarios de lo que hoy es Baja California. La compañía LA Cetto pretende adjudicarse terrenos nacionales en posesión de los indígenas. Los viticultores cuentan con la complicidad de la Procuraduría Agraria, que ha extraviado en dos ocasiones los expedientes que dan la razón a los pobladores nativos.
Según denunció el jefe kiliwa Elías Espinoza Álvarez, son las propias autoridades agrarias las que ejercen presión sobre los indígenas para que cedamos ante los empresarios y aceptemos condiciones injustas e inequitativas en contratos
.
Por si eso fuera poco, la Comisión Nacional del Agua (Conagua) brinda a esa empresa un trato preferencial, pues le otorgó autorización para perforar un pozo de agua para consumo humano, mientras se lo niega a los indígenas. Y, por si fuera poco, LA Cetto cerró el derecho de vía que por siempre han usado los pobladores.
Algo similar acontece con vegetales y frutas de exportación cultivados con la mano de obra indígena en Michoacán, Sinaloa y Baja California. Detrás de las fresas, arándanos, zarzamoras y frambuesas, de las arúgulas, radicchios, escarolas y endivias, de las diversas variedades de tomate que sirven de ingredientes para elaborar suculentos platillos, se esconde un largo memorial de agravios.
Los nombres de las compañías y empresarios que cosechan las riquezas de esos manjares son conocidas. Ese es el caso del, hasta hace poco tiempo, secretario de Desarrollo Rural de Guanajuato, Javier Usabiaga, apodado el Rey del ajo. O de la trasnacional Driscolls, intermitentemente en jaque por los boicots a que se convoca en su contra.
Los jornaleros indígenas que siembran esas riquezas gastronómicas sufren una explotación emparentada con la que sus ancestros vivieron en el porfiriato. Los salarios de hambre y jornadas de trabajo interminables son la regla. Carecen de vacaciones pagadas, seguridad social y días de descanso. En lugar de ir a la escuela, sus hijos pequeños labran con ellos los campos. Lo usual es que vivan hacinados en barracas o en modestas viviendas que carecen de servicios básicos. El agua potable acostumbra ser un lujo.
Pero la explotación salvaje que esos indios sufren pasa inadvertida en la sociedad mexicana. Es normal. De cuando en cuando, como sucedió con la huelga de los jornaleros agrícolas de San Quintín, el mundo se entera de su existencia. De vez en vez se anuncia que rarámuris o mixtecos viven en condiciones de esclavitud en ranchos de Jalisco, Colima o Ensenada. Sin embargo, lo usual es que sean tan imperceptibles como Garabombo, el célebre personaje de Manuel Escorza.
Al igual que sucede con el vino o con las moras, no es inusual que detrás de una taza de café se encuentre una historia de despojo contra los pueblos originarios. Setenta por ciento de cultivadores del aromático en México son indígenas, que en su mayoría tienen predios no mayores a dos hectáreas. La caficultura es su forma de vida y columna vertebral de su subsistencia. Pero las compañías trasnacionales, coludidas con el gobierno, buscan que esos productores abandonen su actividad o siembren variedades de café de muy baja calidad.
Recientemente, Cirilo Elotlán y Fernando Celis, de la Coordinadora Nacional de Organizaciones Cafetaleras, denunciaron que además del poco apoyo a los caficultores el gobierno y las empresas buscan que los productores se desalienten y dejen el cultivo, con la intención de que las compañías acaparen toda la producción y mercado.
“Hemos tenido –advirtieron– infinidad de amenazas de las grandes comercializadoras, porque en principio hoy lo que reclaman es incrementar la producción, sacrificando el trabajo de los productores, nuestros campos, la biodiversidad, a costa de los intereses de las empresas trasnacionales.”
Los antiguos cafetales están siendo arrasado por la acción combinada de la roya y la voracidad empresarial. Hasta hace poco las plantaciones del aromático eran protegidas por las sombras de chalahuites, cítricos, ixpepeles, platanares, guajes y jinicuiles. Hoy, apenas son un fantasma de lo que eran.
Entre otras, esas grandes empresas son básicamente dos: Nestlé y Coca-Cola. Más que café, la Nestlé vende saborizantes artificiales y promueve la sustitución del arábiga por el robusta, variedad de poca calidad que necesita para sus mezclas. La Coca-Cola, a través de la marca Andatti que vende en sus 10 mil tiendas Oxxo, ha inundado con café chatarra el mercado.
En el tercer foro de pueblos originarios de la sierra Tarahumara en defensa de sus territorios, rarámuris y odamis reconocieron que sus problemas básicos son el despojo de sus territorios, la explotación de sus reservas naturales y la intervención de compañías trasnacionales y locales. Acordaron que es necesario volar todos juntos (todos los pueblos indígenas) para tener mayor fuerza
. Sus conclusiones son similares a las que han llegado los kiliwas o los jornaleros agrícolas, o los pequeños productores de café o centenares de comunidades en todo el país.
Invisibilizados por el poder, los pueblos originarios organizados con el Congreso Nacional Indígena (CNI) y el EZLN discuten hoy si promueven la candidatura a la Presidencia de una mujer indígena en 2018. Una candidatura que obligue a la sociedad mexicana a voltear a verlos. Una candidatura que hable no sólo de pobreza y desigualdad, sino de explotación, despojo y discriminación. Una candidatura que les permita volar todos juntos para tener mayor fuerza.
Twitter: @lhan55