a Ciudad de México necesita muchas cosas; también una constitución. Pero antes, recuperar su sitio como ciudad segura, frenar a la delincuencia organizada que ya asentó su reales en varias partes de la urbe, reordenar el tránsito de vehículos, terminar con el acoso a dueños y conductores de automóviles, detener la tala de árboles, defender los acuíferos, hacer que ruedas y rieles de la línea 12 se reconcilien, rescatar áreas verdes, frenar la construcción de edificios sin estudio previo de impacto ambiental, impedir que las gaseras dejen larguísimas cicatrices en el pavimento de las calles, remediar el hacinamiento en los vagones del Metro y en el Metrobús, frenar el acoso de motociclistas de tránsito a la caza de distraídos e incautos, disminuir (aun cuando no soplen vientos fuertes) los altos índices de contaminación, para mencionar sólo unos cuantos de los problemas que interesan más que la constitución, a los vecinos de la ciudad.
Pero sí, la capital requiere de su carta magna local, es pertinente discutirla y aprobarla y más importante será lograr que los ciudadanos se interesen y participen en la discusión previa y en la elección de los constituyentes. No hay razón válida legal o ética para mantener a los capitalinos o chilangos en una especie de capitis diminutio política, con representantes sin plenos poderes para gobernar la entidad.
La exigencia de un gobierno propio, en cuya elección participemos todos los capitalinos no es nueva, viene de atrás; desde que por un capricho, el sonorense Álvaro Obregón, quien veía con desprecio a los habitantes de la ciudad, en 1928 promovió una modificación constitucional para suprimir los municipios y crear el órgano burocrático denominado Departamento del Distrito Federal y sus dependencias las delegaciones como simples apéndices menores de la administración federal.
En aquel tiempo las partes integrantes de la Federación eran los estados, con soberanía para su régimen interior, los territorios con posibilidades futuras para convertirse en estados, lo cual a la fecha ya sucedió y el DF gobernado por una dependencia del Ejecutivo, con categoría por debajo de los secretarios de estado.
Los capitalinos nunca estuvimos de acuerdo con esa discriminación desfavorable y caprichosa; el gobierno federal electo por ciudadanos de todo el país gobernó directamente a la capital, impidiendo que los habitantes locales ejercieran a plenitud sus derechos políticos.
Muy lentamente, la democratización en el Distrito Federal se abrió paso; un paso adelante y dos atrás, o viceversa. Los gobernantes han sido temerosos de la opinión política de los citadinos. Obregón y Calles, o quienes estaban a su servicio en 1928, dieron muestra de esta actitud timorata. En la exposición de motivos de la reforma constitucional, argumentaron que serviría, entre otras cosas, para evitar los peligros de la democracia
.
Los actuales creadores de la reforma Ccnstitucional, que abre las puertas a la plenitud soberana de la Ciudad de México, comparten también ese temor a la democracia; al igual que en 1928, pusieron candados, trampas y recovecos en los artículos que modificaron, en el fondo, para evitar el pleno ejercicio de la soberanía que corresponde al pueblo de México.
A pesar de todo, se trata de una buena oportunidad y es posible que 60 de los diputados constituyentes represente realmente al pueblo de México; aun a sabiendas de que los otros 40, sólo irán a desempeñar un encargo burocrático. El pueblo puede, sí se decide a participar, elegir a la mayoría.
La reforma constitucional abre la puerta, al menos, a un buen debate político, no debe rehuirse; aun en este ambiente pervertido, se dará sin duda la batalla por los derechos humanos, los derechos sociales y las prerrogativas de los pueblos originarios; la democracia participativa, el poder ciudadano y un auténtico equilibrio de poderes.