scúchenme, me llamo Fátima, nacida en Taraba, un pequeño pueblo a unos 100 kilómetros al sur de Damasco, la capital de Siria.
“Después de cuatro años de sequías, nuestras tierras dejaron de parir y nuestro ganado murió, así que toda la familia tuvimos que partir hacia la ciudad de Daraa, en la ruta que lleva al mar. Al poco de llegar, en el 2011, estalló una revuelta que dicen que fue el inicio de la guerra. En nuestro barrio no pudimos permanecer durante muchas semanas, pero tuvimos suerte porque unos parientes de Damasco nos acogieron.
“Pero miren, la guerra no acaba y yo he llegado hasta aquí y no les voy a contar todo lo que pasé. Sólo les digo que toda mi familia murió. Nos han asesinado, entre las balas, las olas y la indiferencia. Así es que nos han muerto.
Pero no saben nada, ustedes, son verdaderos ignorantes.
Y Fátima, con unos ojos exactos a los granos verdes y ahusados de la cebada, con su pañuelo cubriendo el pelo, continuó:
–Soy una de Ellas, la saga de mujeres más antigua del mundo. Mi madre me lo explicó, su abuela se lo explicó, y así cuenten, cuenten con detenimiento, porque fueron por miles de generaciones que sabemos quiénes somos.
“Somos Ellas.
“Porque fue cerca de Taraba, como explican los libros de historia que ahora aquí en Europa ya no recuerdan, que hace 10 mil años o más una mujer como yo decidió no caminar más, no acarrear más su vida y la de los suyos. Ya tenían algunas cabras cuando tomó varios de los granos recolectados y, siguiendo una fuerza interior, un presentimiento, decidió hundirlos en la tierra. Los cubrió con más tierra mezclada con restos de harinas de sus comidas que después, con sus propio lloro, apelmazó. Sabía que sucedería, así que con serenidad decidió esperar.
“Escúchenme, porque esta es la historia de ustedes. Y si acaba, acabará.
“Allí mejoraron sus chozas, allí crecieron varias generaciones más. Y siempre las mujeres de mi familia tuvieron cuidado de aquellos granos. Algunas de Ellas salieron a fundar nuevas aldeas llevando las semillas, que llorándolas germinaron libres. Y por siglos, con Ellas, las semillas de Taraba cruzaron montañas, avanzaron por el desierto, saltaron de isla en isla el mar.
“Escúchenme porque bien se sabe, pero ustedes lo silencian, que fueron estas mujeres migrantes las que llevaron las semillas hasta aquí, hasta esta Europa hoy sobrealimentada, pero tan cobarde.
Su alimento, sus campos cultivados son porque a Ellas entonces nadie las detuvo. No pusieron alambres en su camino, no tenían vallas que saltar, ni bombas que esquivar. ¿Lo saben? Yo creo que no.
Y quienes allí la escuchaban pudieron presenciar cómo Fátima, junto a la orilla de la playa, tomó una semilla de su bolsillo, la dejó caer y al mismo tiempo que la primera ola la tomaba en sus brazos, un lágrima verde de sus ojos cayó sobre ella.
Sólo unos instantes después, millones de personas que aguardaban en las costas de Marruecos, Túnez, Egipto, Palestina, Libia, Turquía, Argelia, Siria, Líbano... pudieron entonces avanzar apaciblemente hacia el norte por una ruta segura, cómoda y con alimentos.
El mar se había convertido en un inmenso campo de cebada.