o le cabe prácticamente a nadie duda de que muchas situaciones en el país deben cambiar. La constatación de que la violación a todos los derechos humanos es sistemática y recurrente, como expresaron miles de personas que ayer por la tarde se manifestaron en el Zócalo de la Ciudad de México, es evidente. En el documento con que convocaron a la manifestación, denominado Por una reforma social para transformar al país, las decenas de organizaciones sociales que marcharon dieron cuenta de la violación generalizada a todos los derechos humanos. Entre ellos, desde luego, los económicos, sociales, culturales y ambientales, cuya defensa ha llevado a numerosas personas y colectivos a interponer recursos ante organismos protectores, como la Organización Internacional del Trabajo o la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, pese a lo cual el gobierno actual insiste en no dar cumplimiento a las recomendaciones que tales instituciones dirigen al Estado mexicano.
Esta negativa tiene profundas consecuencias en el deterioro de las relaciones laborales y en la capacidad adquisitiva del salario. Todo ello, en aras de la política de atracción a toda costa del capital extranjero, que, además de incumplir sus promesas de inversión, exige a cambio de prácticamente nada la reducción de la garantía de los derechos sociales e incluso la destrucción de la Madre Tierra, con lo cual se cancela un futuro para todos, aun para los mismos depredadores, pero también la violación sistemática y continuada de los derechos civiles y políticos, como la negativa al esclarecimiento de hechos tan indignantes como las ejecuciones extrajudiciales de Tlatlaya, en el estado de México, o las graves violaciones a los derechos humanos en Apatzingán y Ecuandureo, en Michoacán, y la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa. Sin embargo, en medio del diagnóstico de tan desolador panorama hay una buena noticia: grandes grupos de población organizados han ido construyendo un lenguaje común incluyente basado en los derechos humanos, a partir de los cuales estructuran sus análisis y dan contenido sustantivo y generalizable a sus demandas; no obstante, aún falta un paso práctico e ineludible, ciertamente ya bosquejado en el documento de los manifestantes de ayer: Necesitamos construir la coalición capaz de llevar adelante una agenda social para transformar a nuestro país, convocando al máximo de lo posible a las fuerzas y organizaciones sociales y políticas, democráticas y progresistas
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Este es ciertamente un paso tan necesario como difícil. Lo obstaculizan décadas de corporativismo, en el que la vida de las organizaciones sociales ha estado subordinada, mediada y arbitrada por el gobierno, que todavía insiste en mantener la primacía y el reconocimiento oficial sobre el más que envejecido, corrupto e ineficiente aparato político corporativo. Tomándolo como instrumento, todavía hoy pretende eliminar todo tipo de competencia en la vida de las organizaciones sociales, argumentando como pretexto la realización de las reformas estructurales. Ello no obstante que las políticas del propio gobierno traicionan sus objetivos de control, pues contribuyen a extender el descontento ante la precariedad del empleo, el abandono del campo, el deterioro del hábitat humano y las expectativas de vida de la gente. En efecto, sus políticas extienden el descontento, pero eso no es suficiente para la transformación efectiva de lo mucho que hay que cambiar en el país. Para que se dé una reforma de fondo, se requiere una intención real de convergencia de las prácticas de las organizaciones sociales en torno de un programa. Hay además condiciones derivadas de la historia de las propias organizaciones que es necesario remontar, como la disputa por los liderazgos, el reconocimiento público particular, la traslación hacia su interior de las disputas partidarias y la pretensión de la primacía de la propia agenda sobre las de los demás. Frente a ello, el interés público debe orientar el camino para trascender todas esas comprensibles, aunque no justificables, inercias.
Se trata, nada más ni nada menos, que de llegar a ser capaces de modificar el pacto fundante de nuestra convivencia nacional, la Constitución Política, objetivo que diversos espacios de aglutinación social ya se plantean como meta, y que en el caso de esta ciudad es tarea inmediata y promisoria de lo que en el futuro se podría lograr. Superar todas las adversidades para la articulación social requiere entonces de enormes esfuerzos, magnanimidad y de ser capaces de ceder un poco para que todos puedan lograr algo. Es de esperarse que como respuesta a este clamor popular surjan desde ahora iniciativas de personas y organizaciones que convoquen a un amplio proceso de convergencia social para la construcción de una agenda compartida, de la que se derive una alianza estratégica, la cual no será simplemente resultado de juntar siglas o de hacer sólo la sumatoria de las propias agendas, sino de una combinación de los denominadores comunes con altura de miras. No se trata de renunciar a identidades ni a la realización de las propias acciones, sino de conjugarlas armoniosamente para ser todos más eficaces. Nadie puede por sí solo transformar al país. Las experiencias latinoamericanas nos muestran que sin un gran esfuerzo de convergencia para articular la coalición de fuerzas que hagan posibles los cambios, no se pueden avanzar. Felizmente, contamos en nuestro país con experiencias que nos dicen que ese es el camino. Atrevámonos, pues a andarlo. Me parece que ya lo hemos iniciado.