ace pocos años corrió la conseja de que la palabra Querétaro
había sido declarada, quién sabe por quién, la más bonita de la lengua española… Aparte de lo subjetivo del hecho, pues la toponimia mexicana y la de casi todos los países está repleta de vocablos preciosos, comedidamente me gustaría asentar que el término referido es de origen purépecha, aunque aquellos parajes son preferentemente otomíes.
Por cierto que, metido en el tema, me di cuenta de que los nombres de localidades que más me gustan –entre las que se cuenta México
, por supuesto, con todo y su significado en el ombligo de la luna
– proceden de lenguas aborígenes americanas.
Una de las razones puede ser que tienen un significado real. Es el caso de que, con la llegada de los españoles, con el santoral metido hasta la médula de los huesos repartieron a diestra y siniestra gracias de próceres cristianos, además de imponer recuerdos de localidades españolas con cierto ánimo, poco exitoso, por cierto, de reproducir en América el mapa peninsular.
Así comenzó a empeorar el nomenclátor, pero debemos reconocer que el individualismo liberal y el culto republicano a los héroes mediante la geografía tampoco significaron una mejora. De por sí la anexión de apellidos ilustres a los nombres originales de los pueblos y ciudades resulta incómoda y de mal gusto, pero sale todavía peor cuando el apelativo del prócer se queda solo.
Pero después ocurrieron cosas aun peores. Tal es el ejemplo, en verdad nefando, que existe en el gran municipio de Comondú, vecino del de Mulegé –nombres preciosos, los dos– en el especialmente querido estado de Baja California Sur.
Más de una vez que lo he platicado, a pesar de mi juramento de haber estado ahí, me han mirado con incredulidad. Tal como se puede constatar en un buen mapa, no muy lejos de la localidad de Insurgentes (sin comentario), cuando la carretera transpeninsular acaba de virar hacia el este en pos de la costa del Golfo de Cortez (con esta hórrida zeta en la nomenclatura de Guadalajara) aparece el pueblo de marras: se llama Ley Federal de Aguas.
Pero no para ahí la cosa. Si se fija usted, verá que se le agrega el número 1. Es el caso, aunque usted no lo crea, de que orgullosos de su hazaña quienes pudieron hacer dicho bautizo, a otra localidad que se encuentra a pocos kilómetros más al sur le impusieron el mismo nombre, pero con el número 2. Pero no para ahí la cosa, pues a otra que está un poco más allá le endilgaron el de Ley Federal de Aguas 3, y así sucesivamente, ¡hasta llegar al cinco!
No son centros de población muy grandes, pues en total sumarán unos 2 mil seres humanos, pero de cualquier manera tienen el derecho a un gentilicio. ¿Cuál será? Por más esfuerzos que hago, ni con la ayuda de grandes conocedores de la lengua española se ha podido hallar una palabra medianamente adecuada para referirme a ellos.
Creo que se trata de una violación del derecho que todo ser humano tiene a una identidad. Ojalá que la Comisión Nacional del Agua, benemérita en tantos sentidos, tome cartas en el asunto y haga algo en favor de estos comundeños, que no pueden decir el nombre del lugar donde residen sin provocar al menos una irónica sonrisa.