El más grande peleador de Latinoamérica quería imitar a su ídolo El Santo
Se colaba como vendedor de raspados para no perderse las funciones del pancracio
La fascinación del panameño por la cultura mexicana era una herencia de su padre, nacido en este país
Jueves 28 de enero de 2016, p. a13
Una voz estremece el salón de un hotel en la ciudad de México. Es estridente pero de un modo que no ofende. Al contrario, parece una invitación para sumarse a una parranda entre viejos amigos. Su sonido tiene la cadencia de una canción de salsa. Es cantarina aunque rasposa, es del panameño Roberto Manos de Piedra Durán, el mejor boxeador latinoamericano de la historia.
Saluda y bromea con quien se cruza en su camino. Palmea y abraza a desconocidos. La Mano de Piedra es generosa y bien dispuesta para el afecto.
Es que yo soy fiestero
, dice con una carcajada que inunda el salón y atrae la mirada divertida de la gente de relaciones públicas y del servicio del hotel.
“Me pasé la vida peleando y renunciando a todo. Hoy tengo 64 y cada año me pongo más viejo y peor. Quiero recuperar todo lo que me perdí, porque tarde o temprano voy a morir. Eso sí, lo será a los 100 años: cagao, chorreao y meao… pero feliz.”
No era el único ex campeón en esa sala. El Consejo Mundial de Boxeo los invitó para una cena especial. Un par de antiguas estrellas del peso completo cruzan el salón despacio, afroamericanos enormes de mirada orgullosa. Durán los saluda en inglés con una efusividad que contrasta con la seriedad de esos ex campeones. Baja la voz y se encorva como para susurrar un secreto:
“E’tos cuando se retiran piensan que son los mismos, pero ya no lo son. No se dan cuenta y no se dan a querer. Nosotros necesitamos que el mundo nos quiera, no que nos odie.”
Manos de Piedra Durán recupera de inmediato el ánimo bullanguero y presume que nunca se le subió la fama. Sabe que en Estados Unidos es un ídolo y en Panamá es patrimonio nacional. No puede ocultar que esa celebridad lo llevó al mundo del espectáculo y llegó a actuar en la serie de televisión Miami Vice.
Dentro de poco estará lista la película sobre su vida, Hands of Stone, con la participación de Robert de Niro, John Turturro y Rubén Blades, otro panameño al que lo une una amistad de muchos años, pero Durán disfruta ser el hombre bonachón que firma autógrafos y amanece tomando cerveza con sus fans.
Yo sigo siendo el mismo. La fama nunca se me subió a la cabeza. Cuando uno nace en la pobreza como yo, cuando se pasó hambre, no, así no se te puede subir. Bueno, sí podría si quisiera, pero, ¿qué gano con eso? Me doy a odiar y prefiero que la gente me quiera. Es mejor ser querido que odiado.
Roberto Durán, antes de tener las Manos de Piedra, fue un niño flacucho que creció en el barrio popular del Chorrillo, en Panamá. Trabajaba como limpiabotas para ayudar a su madre y con lo que podía ahorrar asistía con afición obsesiva a las funciones de cine mexicano que daban en el teatro Tropical, en aquellos años una sala importante en la vida social panameña y hoy reducido a una decadente sala porno.
A los 10 años tenía una memoria asombrosa para recordar con exactitud películas mexicanas, nombres de actores, comediantes y cantantes de ranchero que protagonizaban el cine de la época de oro. Esa afición no era sólo la consecuencia de la importancia que tenía la cultura popular mexicana en Latinoamérica.
Durán sabía que tenía un vínculo profundo con ese universo. Su padre, Margarito Durán, era mexicano. Lo conoció hasta que cumplió 21 años, pero siempre supo que tenía raíces en ese pueblo que imaginaba poblado por charros.
Nada desbordaba la imaginación del pequeño como el universo de la lucha libre mexicana. Veía cuanta película de bajo presupuesto llegaba al Tropical, con la emoción de quien sigue un folletín repleto de máscaras coloridas y capas. Su héroe era El Santo, El Enmascarado de Plata.
Santo luchó contra todos los demonios de México
, recuerda Durán con el énfasis que sólo un fan puede recrear. “Peleó contra vampiros, mujeres lobas, sólo le faltó pele’á contra su mamá o contra su abuelita”.
Que Manos de Piedra terminara como una leyenda del boxeo fue una casualidad. Al menos desde sus recuerdos de infancia, cuando no sabía nada de ese deporte de guantes. Aquel bolero que no pesaba ni 50 kilos en realidad soñaba en convertirse en luchador profesional. De los enmascarados, como El Santo o como sería años más tarde Sandokan, el ídolo del enlonado panameño.
Las funciones de lucha libre de la época se realizaban en el gimnasio Neco de la Guardia en Panamá. Durán hacía fila desde muy temprano para colarse como vendedor de raspados y asegurar, sin gastar plata, que un pelaíto estuviera cerca del cuadrilátero. Los raspados se hacían agua –recuerda– porque no perdía de vista las llaves y vuelos de los luchadores.
“Me reclamaban: ‘¿Por qué tú no vendes raspao, que se hace agua?’. Y yo les respondía: ‘Es que nadie quiere comprarlo, ¿qué quiere que yo haga? Yo no puedo oblig’á a la gente a compr’á raspao’”, remata divertido, como si se tratara del diálogo de un pícaro de comedia.
Aprendió lucha libre, pero nadie estaba interesado en un niño flacucho para subirlo al enlonado. El boxeo llegó gracias a su hermano que era amateur y por el apoyo de un personaje llamado Cándido Chaflán Díaz, un comediante callejero que solía estar rodeado de niños y que Durán recuerda como un benefactor. A él atribuye su entrega al deporte que lo convirtió en leyenda.
“Ahí empieza la historia de Roberto Manos de Piedra Durán”, dice como si la historia que siguió ya no fuera necesario relatarla.
Omite los combates memorables. La victoria sorpresiva sobre el invicto Sugar Ray Leonard y la revancha en la que nadie se explica por qué el panameño de pronto dio la espalda en el séptimo episodio y dijo No más
.
Una biografía en la que conquistó cuatro títulos en distintas divisiones y en la que resplandecen nombres inolvidables como Tommy Hearns y Marvin Hagler.
Las Manos de Piedra estuvieron activas hasta que se desmoronaron. Durán peleó más allá de la línea de los 50 años, una frontera que sólo pocos pueden rebasar. El último combate fue contra otro veterano que se resistía a quitarse los guantes, Héctor Macho Camacho.
El espectáculo no era decoroso. Era un boxeador gordo que había sido un héroe ligero y que ahora sólo servía de escalón para otros. Ninguno pudo aprovecharlo, presume Durán. De todos quienes lo utilizaron nadie hizo nada digno de recordar.
“Yo no seguí peleando porque extrañara al público o la fama. Nomás quería coger mi plata e irme con mis amigos a jod’é y salt’á al estilo de mi amigo El Púas Olivares, que después de pele’á se iba a tomar con sus amigos. Roberto Durán era lo mismo.”
No abunda más en su biografía. Pronto estrenarán la película sobre su vida. No la ha visto, para qué, si como dice, ya se la sabe. Además, no es una presa de la nostalgia. Lo que más divierte a Manos de Piedra es la alegría del presente.
Yo no vivo de ilusiones. Lo que pasó, pasó
, dice con una retórica a la que sólo le falta orquesta para ser una canción de salsa. Mi mente está bien. Hablo bien, mis reflejos están bien. No vivo de ilusiones. Vivo de lo que tengo hoy día. El pasado no existe
.
Roberto Durán se va a la cena con los ex campeones orgullosos y con él se va la fiesta. Antes de marcharse deja un refrán a manera de despedida: Ya yo estoy loco. Ya no puedo estar más loco de lo que estoy
.