a resistencia al cambio es una de las mayores y enraizadas constantes de los diversos sistemas. Aun en sus peores momentos de caducidad o putrefacción, los distintos entramados de gobierno, convivencia, normativos o negocios, se pugna, con las mayores fuerzas posibles, por su continuidad. El despliegue de recursos de toda índole, para doblegar oposiciones, se torna abarcante. No importa, en la mayoría de las ocasiones, si el costo de seguir los cauces habituales rasca lo impagable. La defensa de lo establecido siempre optará, sin remilgos, por arriesgar el resto de su legitimidad aunque esta actitud ponga en peligro su permanencia. Los precipicios que seguramente se contemplan no amilanan los afanes de sobrevivencia. Seguir el rumbo, recalar en lo conocido, se vuelven consignas de cuestionable validez puesto que, usualmente, desembocan en desencantos colectivos, furias extendidas y no pocas rebeldías. Apelar entonces al olvido, el perdón sin correctores o solicitudes de paciencia, exige narrativas amenazantes que se entienden como permanente vuelta a más de lo mismo.
En el caso del sistema de convivencia que se tiene en México, su fondo, texturas y maneras de trabajarlo requieren de urgente exposición. Ensamblado a partir de un modelo en circulación global que cobró vigencia a finales de los años 70, rápidamente adquirió carta de naturalización entre las élites locales. Sintieron de inmediato que se ajustaba a la perfección con sus ambiciones. Las ideas y propuestas operativas básicas de dicho modelo fueron insertadas, a mata caballo, junto con un heterogéneo conjunto de piezas desbalagadas del complejo nacional-revolucionario, para ese entonces en plena retirada, por no decir descomposición. Así, los intereses de una rala y voraz minoría se adaptaron, no sin premuras, con lo que se pensó y todavía se difunde a manera de innegable realidad, como imperativo de la modernidad dominante. Muy a pesar de los muchos y hasta evidentes errores de adaptación se han tolerado sus consecuencias negativas, ya por demás notables en la actualidad nacional. Sus contradicciones y malformaciones de diversos tipos han apapachado, con gusto envidiable, un creciente nudo de rampantes complicidades. A final de cuentas y, en verdad, esta cínica postura hace milagrosa su prolongación, a pesar de todos los achaques que le acompañan y lastran.
Pero, sin reparar siquiera en titubeos momentáneos, se sigue adelante, volviendo sobre la reiteración constante, erosionando, a cada paso, los jirones prevalecientes de legitimidad que aún funcionan. Aquellos privilegiados por el estado de cosas imperante no dudan en prestar ardientes o soterrados juramentos de lealtad a todo lo que tanto los ha beneficiado. Una entendible postura de conveniencia a corto plazo, pero cerrada a una posible renovación de aliento. A pesar de ser incluido en el robusto grupo de los derrotistas, los irresponsables, los poco serios, los negativos consuetudinarios, es necesario reincidir en la crítica al modelo imperante. Y no sólo eso, sino afirmar que, muy a pesar de esos epítetos –lanzados desde las cúspides decisorias y sus adláteres difusivos– el sistema imperante se encamina, a paso firme, a un forzado recambio que, ojalá, sea pacífico o, al menos, con pocas dosis de violencia.
La detención y encarcelamiento del ex gobernador Humberto Moreira, también ex presidente del PRI, por la policía española es, qué duda, un momento estelar y de grávidas consecuencias para la presente inmovilidad sistémica. La inexistente investigación en México de los rampantes modos (falsificación) de endrogar, hasta extremos grotescos, la hacienda pública de un estado, es y será una roca colgada al cuello de la presente administración federal. H. Moreira hace evidente el enorme, duro y macizo núcleo de las complicidades e impunidades que nutren al sistema mexicano actual. Este profesor, bailarín sin aprecio, fue una pieza clave para la continuidad del orden imperante. El uso desmedido de recursos públicos pone en jaque, aunque se trate de ignorar, al priísmo como una enredada manera de hacer política. Esa clase de política carnalmente emparentada con variados negocios y despiadadas prácticas de distinta laya y catadura. Sus celebrados triunfos electorales están vitalmente enraizados en el empleo indebido, corrosivo e ilegal, de los recursos y los bienes públicos. La obligada perversión siguiente de la autoridad juega también su cínico papel. La misma formación de candidaturas, unas menores y otras de alcance nacional, son injertadas dentro de ese ambiente que Moreira supo arrancar al futuro de los mexicanos todos, no sólo al de los coahuilenses.
Permitir que actuales gobernantes como el veracruzano Duarte de Ochoa, el banquero chihuahuense César Duarte o el Borge del vapuleado Quintana Roo endroguen a sus gobernados y, sobre esa tétrica realidad, todavía haya muchos que les aseguren sucesores dispuestos a tapar sus probadas tropelías, no es otra cosa que decadencia. El juicio a Moreira seguirá por largo tiempo, pero horadará, hasta desangrar por completo, la capacidad del sistema para seguir imponiendo sus groseras y crecientemente inaceptables condiciones.