Política
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Nosotros ya no somos los mismos

56 años de diálogo alucinante y enriquecedor con Moisés Rivera

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Moisés Rivera con el ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano
A

bordó el camión Obregón Insurgentes, una parada después que yo, o sea, la correspondiente a la antigua Facultad de Economía. No se sentó con ninguno de los compañeros con los que subió, ni usó un asiento vacío. Extrañamente revisó el autobús y se sentó junto a mí, que tuve que enderezarme para dejarle el pequeño espacio que requería. No habíamos llegado a Comercio, cuando de buenas a primeras, había comenzado una intensa conversación (es un decir). Me sorrajaba una retahíla de preguntas: ¿eres de leyes o de filosofía? ¿Qué año llevas, eres de aquí o de dónde? ¿Con quién vives, en qué parte? Lo que me sacó de onda (así se decía) fue que a continuación de su cuestionamiento, era él quien contestaba las preguntas que había formulado: estudio economía, soy de Hidalgo, estudié en el CUM y fui uno de los 108 internos en el Centro Cultural Vanguardias del padre Benjamín Pérez del Valle… Así, ese año del Señor de 1959, inicié un inacabado proyecto de diálogo que, hasta 2015 (más de medio siglo), fue siempre alucinante, enriquecedor, cálido, reconfortante, provocador y solidario.

Los que habían subido con él, al bajar se despedían diciendo: hasta mañana reverendo; nos vemos en el café, reverendo; te encargo los apuntes, reverendo. Me extrañó. Aunque acababa de platicarme su pertenencia a Las Vanguardias, lo veía muy joven para tener estatus de reverendo. Pasó poco tiempo para que mi confusión se aclarara: reverendo no era un nombre, sino un adjetivo, mismo que antecedía y calificaba al sustantivo desmadre. Y sí, Moisés Rivera era desbordado, excesivo, temperamental, impetuoso, impredecible, hiperactivo, se había hecho merecedor de ese atinado calificativo: reverendo desmadre.

A unos días de nuestro encuentro inicial, ya el Reverendo había rentado un catre en el breve espacio que constituía nuestra crujía. Éramos cuatro tipos viviendo en un territorio para el que la celda que, según testimonios fotográficos ocupaba don Chapo (con baño privado y cablevisión), resultaba la suite presidencial del Waldorf Astoria. Los centímetros cúbicos mínimos de oxígeno que requiere un buzo durante su inmersión, hubieran significado para nosotros una amplia y despejada pradera de los campos de Scottsdale. Pero Moisés, en una explicable rebelión juvenil, a la disciplina cuáquera de su padre (que sólo le exigía estudio y vida morigerada), había renunciado a la apreciable mensualidad que le aseguraba una cómoda estancia en la capital. El grandilocuente, y totalmente suicida gesto, lo sumó a la cauda de los menesterosos que estábamos viviendo por debajo de los estándares que la Organización Mundial de la Salud establece como mínimos para una ingesta de supervivencia. Aunque parezca increíble, durante días nos manteníamos con los minúsculos panes o frutas que Ernesto Algaba, el otro compañero de calabozo, lograba subrepticiamente sustraer de la porción, exacta que correspondía a los pensionados regulares. Regresaba al cuarto y nos los aventaba como mendrugos, con el infamante reclamo: ¡Párense a trabajar! Tuvimos que hacerlo. Moisés consiguió un puesto, muy bien remunerado, en la Secretaría de Hacienda con el Lic. Salas Villagómez, creo. Allí conocimos a otro Moisés: desprendido, generoso, espléndido. Apenas cobraba su perforadito, así se les decía los cheques de gobierno, cuando ya estaba invitando a todos cuanto lo rodeaban a comer a un restaurant de poca monta frente a la Cámara de Diputados, El Jarrito: Puntas de filete con frijoles, 3.25 (con o sin cucaracha). El Rosalía o el Tragadero y, en ocasiones especiales, hasta al Danubio o el Prendes llegamos a asistir los privilegiados. Claro que para la mitad de quincena el cash (que dijera Zedillo) flow se ampliaba de tal manera que teníamos que regresar a los obligados regímenes dietéticos, los préstamos y las pignoraciones. Moisés fue un alumno sui generis. No era asiduo asistente a las aulas ni tampoco estudiante metódico pero, además de una memoria fotográfica, tenía una capacidad verborréica inigualable. Un maestro le preguntaba sobre la teoría marxista de la alienación y Moisés, en vez de hacer referencia en las estructuras de la sociedad capitalista que producían en la naturaleza del hombre esa mutilación contestaba: “Que coincidencia, acompañé a mi padre a Londres el mes pasado y visité el cementerio de Highgate, donde como usted sabe está la tumba de Marx, allí había una discusión sobre este tema, pero se desvió porque alguien recordó la inexplicable costumbre de llamar a sus hijas (cuatro), con el nombre de su esposa: Jenny. Luego, de golpe pasaba y decía: se imagina maestro haber podido pertenecer a la Landsmannschaft Treveraner, de la que Marx fue copresidente. Usted le hubiera hecho importantes señalamientos…Ojalá terminando los exámenes podamos recrear algo parecido con usted. Gracias por todo. –Espera, Moisés, tu boleta. Sin Marx y sin el maestro, pero esa noche festejábamos en el Kukú, de las calles de Coahuila, una materia más en el kárdex del Reverendo

Moisés incursionó en la política estudiantil, enmancuernado con otro junior de origen regiomontano, Julio Camelo. El tipo más simpático, rollero y echador. Tenía casa propia en la Del Valle, (sólo para su hermano y él), servidumbre, auto y gastos de representación (de su familia, al principio, luego de Pemex y del ayuntamiento de Monterrey). Se los comió a ambos, un miembro de los pobladores originarios de esos barrios conocidos como Los Reyes, Coyoacán: el pítcher Rivas. Julio y Moisés nunca se dieron cuenta que los votantes eran los familiares y vecinos del pítcher que, por supuesto, eran tan igualitos e imposibles de identificar como los chinos de la calle de López. Inteligentemente, los licenciados Rivera y Camelo se retiraron de la inútil arena estudiantil y se insertaron en las ligas menores de la política nacional. Camelo se adhirió a la estrella en ascenso de Alfonso Martínez Domínguez y, ciertamente, le fue muy bien. Moisés y el cronicólogo, tratábamos de atinarle a los candidatos a las gubernaturas de nuestros estados para hacerles ver la imposibilidad de sus triunfos sin nuestra colaboración pero, Dios protege la inocencia: siempre fallamos. De pronto, la luz al final del túnel: ocho columnas de los diarios nacionales: Javier Rojo Gómez, embajador en Japón, próximo secretario de la Confederación Nacional Campesina. Don Javier era una de las últimas reservas que el Sistema tenía, para convocar a los principios originarios que validaban la existencia del partido hegemónico. Rojo Gómez era un personaje que Televisa envidiaría para su telenovela estelar: un mocito indígena encargado de cuidar a su amita, mientras ella iba a la modesta escuela de la hacienda. Así, desde la ventana, aprendió la castilla, se cultivó y, al paso de los años y de las condiciones del país, cursó estudios superiores, se recibió de abogado y, ante el asombro feudal, consiguió la mano de su antigua pupila. Rojo Gómez fue el segundo finalista en la carrera por la sucesión presidencial de Ávila Camacho. Una noche, caminando por la plaza de una ciudad veracruzana, con la imprudencia e insolencia de la edad, le pedí que nos contara qué había decidido la designación a favor de Miguel Alemán. Nos la contó. Prometo, en cualquier momento, hacerla pública: es mi obligación.

Pues la incorporación directa a la CNC, fue otro jalonamiento para el temperamento de Moisés. Su adhesión a la corriente racional, libre, crítica del pensamiento, que se había dado con su juvenil emancipación a las doctrinas del jesuita Pérez del Valle, al contacto con el mundo hórrido, pero verdadero, de la política no lo amilanó, por el contrario, lo enardeció, lo inflamó.

Sus maestros, intocables: Ceceña, Mújica, Flores de la Peña, lo modelaron. Sus camaradas (y maestros, también) Natalio Vázquez Pallares, Rafael Galván, Manuel Popoca, Carlos Madrazo, le terminaron por broquelar la vida. Moisés fue un combativo, honestísimo militante de la izquierda de nuestros días.

Antes de abandonar ésta, mi proclividad a fatigar el epitafio, les relato una viñeta típica de Moisés. Su lectura predilecta eran las biografías de los Grandes. Del conde Henri de Saint Simón, (sociólogo, casi economista), adoptamos una excentricidad que le repetíamos la víspera de cada quincena: los ayudas de cámara despertaban al conde con un ritual: Levantaos, señor, tiene usted muchas cosas grandes que hacer por delante. Nosotros, con algún albur intermedio, replicábamos el suceso y desayunábamos a lo grande, merced a la galanura del conde Moisés. Ya lo veremos de candidato del PRD a gobernador de Hidalgo.

Twitter: @ortiztejeda