Opinión
Ver día anteriorMiércoles 13 de enero de 2016Ver día siguienteEdiciones anteriores
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Subordinación o soberanía
A

un antes de participar en la elección que lo llevaría a la presidencia de su país, Nicolás Maduro ya tenía adherido el motejo de ser un gobernante incapaz. Según esta lógica, carecer de las cualidades de su antecesor (al que tampoco le fueron reconocidas por sus coterráneos opositores) su mandato quedaba en entredicho. Una bien orquestada campaña surtió, desde lugares definidos de antemano como pivotales, el buscado efecto. La ahora llamada embestida de baja intensidad, que llevaba varios años accionando, seguía su acordado rumbo. Asegurar los intereses continentales de la derecha restauradora de posesiones perdidas sería un asunto de paciencia. Los mensajes, historias y supuestos hechos, diseñados dentro de las agencias estadunidenses de seguridad, eran difundidos de inmediato por los medios afines de California y Miami. En especial los de esta última, en verdad una provincia del más arraigado conservadurismo con el marcado tufo de exiliados de variada nacionalidad.

Desde ahí cruzaban el Atlántico y penetraban con eficacia notable en el sistema español de comunicación; un complejo dominado con mano firme y sectaria por la visión de un empresariado de gran tamaño con aspiraciones de dominación más allá de sus fronteras. La uniformidad lograda en este país es digna de estudio: el concepto bolivariano es un estigma, aún mayor, que el de populista.

Una vez asentados los mensajes en la península ibérica hacían el viaje de retorno a esa vasta Latinoamérica de las conquistas y negocios deseados. Acá, las respuestas de sus colegas difusores no se hacían esperar. Contaban para lograr sus fines con el atrincherado ánimo de una clase privilegiada que se piensa predestinada al mando indiscutido y del todo merecido. Una bien escalonada cadena de medios y analistas regionales se dio a la tarea de adoptar como propias las visiones y los mensajes que, con su entusiasta colaboración, se esparcían luego con rapidez notable. No hubo ni hay filtro alguno que introduzca el mínimo balance crítico a las que, en efecto, eran y siguen siendo realidades deformadas. La repetición y una continua valoración negativa para todo lo que sucede en aquellos países que se atrevían a desafiar la previa y arraigada hegemonía estadunidense era la receta. Una condición impuesta, no sólo con la interesada participación de élites locales, sino y no pocas veces, mediante la amenaza abierta de presiones financieras o la fuerza militar.

La defensa de la libertad y la democracia –con sincero patrocinio de variadas agencias pro estadunidenses– siempre ha sido el caballito de cruentas batallas y justificantes de cualquier conspiración. No otra cosa mueve a los opositores de regímenes que tratan de ejercer la anhelada soberanía propia. Haber sido electos esos gobiernos, en ciertos casos por mayorías aplastantes, no era ni es un obstáculo para pedir su pronta defenestración mediante artilugios legaloides. Los tribunales mediáticos ya lo han justificado con largueza y buen decir. Atreverse a detener las exigidas privatizaciones, verdaderos remates de las riquezas y bienes nacionales era –sigue siendo– motivo suficiente de cadalsos instantáneos. Legislar para introducir balances en la concentrada propiedad de los medios de comunicación es un atentado contra la libertad de expresión (indudablemente de una muy particular visión) que debe prevalecer a toda costa. Rechazar los consejos y programas del Banco Mundial es caer en la más pueblerina demagogia de buscar soluciones con recursos y personal local y no delegarlos a burócratas externos. Denunciar injerencias o, más violento aún, expulsar a la Usaid por espionaje equivale al desacato de esos que son y serán subordinados hambrientos y desagradecidos. Estas y otras consignas se repiten hasta el cansancio por esta agobiada región. Y su influencia en las mentes y conductas de la población no puede negarse ni, menos, menospreciarse. Su poder de convencimiento conlleva hondas y ramificadas consecuencias. La direccionalidad de tal propaganda está indisolublemente ligada a preservar o imponer la hegemonía neoliberal, ese conjunto de bulas de fe, esparcida desde los centros de poder mundial y que mantiene y acelera el problema de estos tiempos: la desigualdad.

Hay en esta guerra declarada errores, omisiones y ausencia de autocrítica por tales gobiernos insumisos. Esto es innegable. No han podido desarrollar, integrándolos, sus aparatos productivos y alejarse así de la dependencia de materias primas. El de Argentina (Cristina Kirchner) acaba de perder el voto mayoritario después de recomponer el caos heredado hace 12 años y mejorar innumerables indicadores económicos y sociales de su país. El de Venezuela, a pesar de 19 elecciones ganadas con limpieza, pierde ahora el control de su asamblea. El despliegue de variadas etapas de la guerra de baja intensidad, que incluyó el sabotaje, la huelga petrolera, cruentos disturbios callejeros (liderados por Leopoldo López, ahora elevado a la categoría de prócer, especie de Nelson Mandela rubio) Dilma Rousseff, en Brasil, ahora sitiada por la oposición que la pretende enjuiciar mediante artilugios legales. Estos descalabros dan pie para esparcir el rumor, ya bastante aceptado por lo demás, de una vuelta a la normalidad democrática y la responsabilidad, después de la malhadada aventura populista.