n día después de la captura de Joaquín El Chapo Guzmán Loera en Los Mochis, Sinaloa, salió a la luz pública una entrevista realizada por el actor estadunidense Sean Penn al líder del cártel de Sinaloa. La charla, de acuerdo con la información disponible, tuvo lugar el pasado 2 de octubre, es decir, en un momento en que Guzmán Loera supuestamente era objeto de una búsqueda desenfrenada por el gobierno mexicano, tras su segunda fuga de un penal de máxima seguridad, y fue posible gracias a la intercesión de una actriz mexicana, amiga del histrión estadunidense.
Más allá de la relevancia periodística del documento difundido, el hecho mismo reviste aristas que exhiben el carácter fantasmagórico y confuso de la actual guerra contra el narcotráfico –recrudecida durante el sexenio de Felipe Calderón y continuada por la actual administración–, la tenue línea que divide los estamentos delictivos del resto de la sociedad –que exhibe, a su vez, el entrevero entre los primeros y la segunda– y el carácter inoperante y errático de las instituciones encargadas de la seguridad y la procuración de justicia.
Según una nota de los editores de la revista Rolling Stone, al tiempo en que la edición que contenía la entrevista fue a prensa, el capo fue capturado en Los Mochis. Dicha afirmación, de ser cierta, haría obligado plantear interrogantes en torno a la detención del líder del cártel de Sinaloa: no es ocioso preguntarse, por ejemplo, si el gobierno federal tuvo conocimiento de la entrevista en los días previos a la reaprehensión de El Chapo; si ese conocimiento aceleró las acciones policiales y militares para dar con su paradero o si, por el contrario, las autoridades nacionales fueron incapaces de enterarse que el prófugo más buscado del país se reunía con medios internacionales y estrellas de la farándula para dar entrevistas.
Por lo demás, la publicación plantea un dilema sobre la responsabilidad cívica y moral de los ciudadanos de nuestro país en lo que se refiere a la preservación del estado de derecho y la legalidad. La evidente cercanía entre integrantes de la élite del entretenimiento y cabecillas de organizaciones criminales –una de cuyas instancias más significativas es la entrevista de referencia– tiene como correlato una estrategia de seguridad que ha cobrado decenas de miles de vidas, ha implicado el uso de grandes sumas del erario para perseguir presuntos delincuentes y ha alterado gravemente la paz social en amplias franjas del territorio.
A pesar de todo ello, hoy es claro que, mientras el gobierno federal se enfrascaba, según su propio dicho, en una cacería sin precedente para recapturar a El Chapo, el paradero del narcotraficante era conocido por al menos un medio extranjero, un actor estadunidense y una connacional, sin que ello derivara, hasta donde se sabe, en denuncia alguna frente a las autoridades. De dicho documento periodístico también se desprende la afirmación de que Guzmán Loera “cita (aunque pide que no se publique) a numerosas grandes empresas corruptas, en México y el extranjero. Menciona, con gustoso desdén, a varias que ha usado para lavar dinero y que se quedan con su rajada del narcopastel”, como recordatorio de que los tentáculos del negocio de las drogas no se agota en la lista de presuntos delincuentes que son periódicamente señalados por los gobiernos mexicano y estadunidense como los más buscados
, sino que tiene ramificaciones en diversos ámbitos de la sociedad y la economía pretendidamente legal.
Lo cierto es que, sin atacar todos estos frentes, la lucha gubernamental contra el narcotráfico, y contra la delincuencia organizada en general, carece de sustancia y de perspectivas de éxito.