a recaptura de Joaquín El Chapo Guzmán Loera, efectuada ayer por integrantes de la Secretaría de Marina Armada de México en Los Mochis, Sinaloa, pone fin a uno de los episodios más bochornosos de las instituciones de seguridad del país y para la política oficial en materia de vigilancia y combate a la delincuencia organizada: la fuga de ese reo, ocurrida hace seis meses, del llamado penal de máxima seguridad de El Altiplano.
En efecto, no resulta sencillo concebir que uno de los líderes delictivos más buscados por los gobiernos de México y Estados Unidos haya podido escapar de la prisión más vigilada del país, si no es como consecuencia de una pérdida de control gubernamental en el penal de El Altiplano y sus alrededores, así como de presumibles vínculos entre la delincuencia organizada y las autoridades carcelarias. Durante casi medio año, Guzmán Loera fue capaz de evadir lo que se suponía una búsqueda implacable de las fuerzas públicas y su defensa fue capaz de tejer una estrategia jurídica que se saldó con un amparo para evitar la extradición del narcotraficante a Estados Unidos.
La inoperancia de las instituciones nacionales, que quedó de manifiesto con la fuga del capo, vuelve a cobrar relevancia en el momento presente, cuando diversos sectores del oficialismo e incluso de partidos de oposición, como Acción Nacional (PAN) y de la Revolución Democrática (PRD), hacen eco a la pretensión estadunidense de que el dirigente del cártel de Sinaloa sea extraditado cuanto antes al vecino país.
Ello plantea una disyuntiva complicada para el gobierno federal: reconocer la incapacidad de las instituciones nacionales de seguridad y justicia para custodiar a uno de los criminales más buscados del mundo y supeditarse una vez más a los deseos de Washington, o someterse en forma desgastante a las presiones de ese gobierno, cuya participación en la recaptura de Guzmán Loera no ha quedado clara.
Más allá de estos puntos, que merecen una aclaración y una definición oportuna de las actuales autoridades nacionales, la reaprehensión de un capo de la importancia de Guzmán Loera constituye un acto de necesario cumplimiento de la ley y un golpe de efecto con claro impacto político, pero no necesariamente representa una reducción de la inseguridad y la violencia que afectan al país. Por sí mismo, el arresto podría traducirse incluso en un recrudecimiento de las cruentas confrontaciones que tienen lugar periódicamente entre distintos cárteles y dentro de cada uno de éstos, como ha ocurrido tras la desaparición o neutralización de otros destacados cabecillas criminales.
La captura de Guzmán Loera tampoco restaña en lo más mínimo los desastrosos saldos de una política de combate al narcotráfico que se ha caracterizado por enfrentar, con enfoque meramente punitivo y policiaco-militar, un problema con dimensiones políticas, económicas y sociales.
El cumplimiento del marco legal es una obligación ineludible de todo Estado. La persecución de la delincuencia organizada con pleno apego a derecho es parte insoslayable de esa obligación, que debe continuarse y perfeccionarse de forma sistemática. En cambio, los discursos triunfalistas por cumplir con esa obligación son improcedentes, sobre todo cuando vienen precedidos de numerosas muestras de ineficiencia en las tareas de seguridad, procuración de justicia y combate a la corrupción, y cuando el embate de la criminalidad en general y del narcotráfico en particular no se acompaña de medidas para contener las causas sociales, económicas e institucionales de esos fenómenos.