a ruptura de relaciones diplomáticas con Irán es la más reciente de una serie de acciones del régimen de Arabia Saudita inequívocamente orientadas a cancelar las perspectivas de cooperación internacional para resolver los conflictos en Medio Oriente. Tal determinación ocurre por la protesta de Teherán tras las decapitaciones en masa perpetradas por Riad, el sábado pasado, entre cuyas víctimas se encontraba el destacado líder religioso chiíta Nimr al Nimr, un teólogo que criticaba con virulencia al gobierno saudita, pero que actuaba siempre en forma pacífica.
Las ejecuciones mismas pueden verse asimismo como un intento por incrementar las tensiones en la región y como un abierto desafío a los aliados occidentales de Arabia Saudita, los cuales fueron puestos en una situación por demás incómoda, pues se hizo evidente que la única diferencia entre los métodos del Estado Islámico (EI) y los del gobierno de Riad para deshacerse de sus opositores es que el segundo los mata después de juicios simulados. Fuera de ese remedo de justicia, la barbarie de la dinastía wahabita es equiparable a la de los fundamentalistas que proclamaron un califato en zonas de Irak y de Siria, y que hoy son vistos por Estados Unidos y las naciones europeas como el máximo enemigo mundial.
Por lo demás, la doble provocación contra Irán –la ejecución de Al Nimr seguida de la ruptura diplomática– tiene como propósito inocultable colocar a Washington y a Bruselas en la disyuntiva de suspender de tajo sus tibios acercamientos con Teherán –forzados en buena medida por el propósito común de enfrentar al EI– o enemistarse con Riad, cuyo régimen, por bárbaro que resulte, es uno de los principales proveedores de petróleo de Occidente, un suculento mercado de armas y una generosa fuente de divisas para los sistemas bancarios de Europa y Estados Unidos.
Las medidas saudiárabes generan, pues, tensiones regionales adicionales a las surgidas recientemente en la región, particularmente el diferendo entre Turquía y Rusia por el derribo de un bombardero ruso que operaba en la frontera sirio-turca para atacar bases del EI. Es claro que ni Ankara ni Riad desean la consolidación de una alianza occidental con Moscú y Teherán para enfrentar el extremismo sunita que se ha hecho con el control de porciones de Irak y de Siria.
En estas circunstancias, Estados Unidos y sus aliados tendrían que sentirse obligados a reconocer que los gobernantes saudiárabes, sus socios, constituyen una amistad mucho más indeseable que la de Teherán.
Al fin de cuentas, en Irán existe una república islámica, pero democrática, en tanto que en Riad hay una monarquía absoluta, teocrática y corrupta, con mayor disposición a sacarle provecho a los conflictos bélicos que a cooperar en la construcción de acuerdos de paz. Si Occidente no es capaz de deslindarse de esa alianza incómoda, es posible que se vea arrastrado por ella a una nueva guerra en gran escala en Medio Oriente.