Sumida en el miedo por los recientes atentados terroristas, la ciudad acoge a los poderosos que buscan salvar el mundo de la catástrofe ambiental
Sábado 5 de diciembre de 2015, p. 40
París.
París no es una fiesta; más bien parece una sonrisa forzada que trata de ocultar un dolor profundo, intenso, de esos que causan las culpas y que ahondan las tragedias. De esos que desesperan a los comerciantes y los tienen compitiendo entre ofertas siempre caras: hoteles cuatro estrellas que cobran 9 mil pesos mexicanos por cuatro noches, gangas que no alcanzan a seducir al turismo que parece haber dejado sola la Ciudad Luz.
París es una mueca, algo inesperado. Es la noche de las calles solas, de los bares mudos, de las aceras sin sombras. Es un estado de emergencia
que ejecuta de manera cotidiana hasta un centenar de allanamientos, cuando menos en los primeros 10 días después de los atentados perpetrados el pasado 13 de noviembre, y un número parecido de redadas en todo el país.
París es el miedo que provocan los otros con sus bombas, pero también es el miedo que hacen sentir los soldados que se pasean armados hasta los dientes
–vale el lugar común– por las calles, y que escudriñan con la mirada, cuando bien va, a cualquiera que pase junto a ellos, sea o no parisino, sea o no blanco. Todos son sospechos, claro, hasta que no demuestren lo contrario.
París aún huele a desgracia, a esa desgracia que no se quiere olvidar, porque parece que las autoridades francesas no entienden que se debe hacer algo más que la guerra para conseguir la paz, y prefieren seguir bombardeando al enemigo a miles de kilómetros de la Torre Eiffel, aunque los que guerrean en su contra vivan a la vuelta de la esquina.
París no quiere enterarse de que, según cifras oficiales, las posiciones de los fundamentalistas de ISIS han sido bombardeadas por sus aviones hasta 15 veces por día, en Siria, ni de que Francia fue el primer país europeo que se unió a Estados Unidos en su guerra contra el yihadismo, y está convertida en víctima y victimario, como si cargara un sino imposible de quebrar.
París es también la sede de un soliloquio entre poderosos, que se ha dado en llamar cumbre en favor del medio ambiente, o Conferencia de Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP21), donde esos poderosos pretenden salvar al mundo entre golpes discursivos relampagueantes, sentencias reiteradas y arrepentimientos tardíos.
París ahora busca guardar en el hotel De Ville, cercano a Notre-Dame, a muchos alcaldes de todas partes del planeta, que también se dicen enemigos de la desgracia ambiental en la que se asegura estamos metidos, con retenes que impiden a la gente acercarse al lugar.
París es los ojos severos de los policías que deambulan por aquí, soldados por allá, mientras allá adentro, en el salón principal de la alcaldía de esta ciudad, el secretario general de la ONU, Ban Ki-moon, y la alcaldesa Anne Hidalgo encabezan la firma de una declaración que se entregará al equipo de trabajo de la Cop21; es decir, nadie puede asegurar que tendrá éxito, aunque, sin duda, la lucha se hace. Allí está el jefe de Gobierno de la ciudad de México, Miguel Ángel Mancera, quien se cuela y aparece en la primera línea de los alcaldes que muestran una copia del acuerdo que signaron, junto al secretario general de Naciones Unidas.
París es también la voz de protesta de Valérie Cabanes, jurista especializada en derechos internacional y humanos, quien exige que el ecocidio sea un crimen contra la paz, y que pelea desde todas las tribunas a su alcance, pero principalmente desde los medios de comunicación que le permiten expresar sus demandas, que no son muchos, pero que ella aprovecha.
París, además, es la frustración adelantada del ministro de Asuntos Extranjeros de Francia y presidente de la COP21, Laurent Fabius, quien explica que no hay acuerdo para los planes de alivio del planeta, y que el texto que sería el producto de más de 60 reuniones de los equipos de contacto de todo el mundo difícilmente podrá presentarse este sábado, como se tenía previsto.
París también es la esperanza mundial de mejorar la casa de todos
, como describía al mundo Olof Palme, el primer ministro sueco asesinado en 1986; y es también la eternidad que describe Enrique Vila-Matas con una sola sentencia: París no se acaba nunca
.