a Cámara de Representantes de Estados Unidos aprobó ayer una propuesta de Ley de Defensa de más de 600 mil millones de dólares que en los hechos limita la transferencia de prisioneros de la cárcel de Guantánamo a territorio estadunidense y a terceros países y obstaculiza, por consiguiente, el cierre de ese campo de concentración del vecino país en territorio cubano.
Al abundar sobre el tema, el presidente de esa instancia legislativa, el republicano Paul Ryan, dijo que los presos de Guantánamo deberían permanecer ahí. Tal afirmación prefigura una nueva negativa del Capitolio a la Casa Blanca respecto de sus intentos por cerrar la cárcel ubicada en el enclave caribeño. Acaso sea la inminencia de ese escenario lo que ha llevado al gobierno de Barack Obama a declarar que no excluye ninguna opción
y que podría actuar sin el aval del Congreso –posiblemente mediante una orden ejecutiva– para asegurar la clausura del centro de detención establecido en Guantánamo por George W. Bush.
Independientemente del previsible choque entre la administración de Obama y la mayoría republicana que controla la Cámara de Representantes, lo relevante es que el mandatario está por iniciar el último de sus ocho años de gobierno sin que haya podido concretar una de sus principales promesas de campaña, que despertó entusiasmo y respaldo de un sector importante de la opinión pública nacional e internacional –el cierre definitivo de Guantánamo–, y que ello se traducirá inevitablemente en un descrédito histórico y en una frustración para los sectores sociales progresistas de Estados Unidos.
Ciertamente, la impotencia de Obama ante este asunto se ha visto agravada desde que la oposición republicana tomó control de ambas cámaras del Congreso, en las elecciones intermedias del año pasado, pero comenzó a manifestarse desde los primeros meses de su gobierno, cuando el mandatario contaba con el apoyo mayoritario de sus correligionarios en el Capitolio; desde entonces quedó de manifiesto que el poder fáctico del complejo militar industrial era capaz de resistir directivas presidenciales tan razonables y de obvia necesidad como el cierre del campo de concentración montado en Guantánamo.
Ahora, cuando prácticamente todas las decisiones presidenciales relevantes tienen que pasar por el aval de las mayorías republicanas, Obama enfrenta la perspectiva de tensar aún más el clima político con el Legislativo o asumir una grave derrota política.
Más allá de la circunstancia paradójica de que el presidente del país más poderoso del mundo sea incapaz de hacer avanzar uno de los elementos centrales de su agenda, la persistencia de Guantánamo ratifica la proyección de Washington como un violador consuetudinario de los derechos humanos y de la legalidad a escala mundial.
Pese al desprestigio cosechado por Washington como consecuencia de las conductas bárbaras, anómalas y delictivas empeñadas en la guerra contra el terrorismo, no hay en la clase política de ese país voluntad ni interés en revertir la degradación moral; por el contrario, al tolerar y continuar las prácticas abominables y los tratos inhumanos que tienen lugar en Guantánamo, el establishment estadunidense ha contribuido a profundizar esa debacle.