Toronto.
or costumbre, he procurado cubrir aunque sea de manera parcial lo que el cine latinoamericano ofrece en los festivales internacionales. Llámenlo un intento, a veces mal correspondido, de ser solidario con la causa.
En esta versión del TIFF me he aventurado con dos títulos de abierta postura anticlerical. Después de todo, la Iglesia católica –a pesar de contar con el Papa más alivianado de las últimas décadas– se ha vuelto objeto de crítica constante, sobre todo por sus encubiertos escándalos sexuales.
La primera de las películas, El club, del chileno Pablo Larraín, aborda el tema directamente con la historia de cuatro curas que han sido aislados, por su mal comportamiento, a un perdido pueblo costeño de Chile; ellos permanecen al cuidado de una monja y se entretienen entrenando y haciendo competir a un galgo de su propiedad. Su pacífica existencia es alterada con la llegada de un quinto sacerdote que se suicida cuando un desconocido en la calle lo culpa a gritos de haberlo sometido a abusos sexuales. Un enviado jesuita (Marcelo Alonso) llega a investigar los hechos.
Larraín había hecho películas estimables (Tony Manero, 2008; No, 2012) y uno esperaba algo en una línea similar de crítica social. Sin embargo, sus guionistas han cedido a la truculencia al describir una sucesión de acciones que parecen contradictorias cuando no disparatadas. Los sacerdotes exiliados resultan ser unos monstruos y la monja es aún peor, sin cualidad que los redima. Para hacer el asunto aún más nebuloso, el cinefotógrafo Sergio Armstrong ha decidido usar un filtro que hace ver todo como cubierto de neblina. Unos colegas se preguntaban si se trataba de un defecto de la proyección. Pero eso es impensable en el TIFF. El club obtuvo un premio en la Berlinale de este año. Los jurados tampoco son perfectos.
También acusador de la Iglesia católica desde su título, El apóstata, del uruguayo Federico Veiroj, es todavía más exasperante. Filmada en España, país coproductor junto con Francia y Uruguay, la película sigue las divagaciones de un bueno para nada llamado Gonzalo Tamayo (el también coguionista Álvaro Ogalla) que un buen día decide renunciar oficialmente a la Iglesia católica, entre otras razones, porque el ser bautizado no fue por su voluntad. La apostasía no es tan fácil, pues el joven debe enfrentar una serie de trámites burocráticos que las autoridades eclesiásticas ponen en su camino.
Sin embargo, ese objetivo se pierde en la banal existencia del protagonista, en especial irritante porque Ogalla tiene la permanente expresión de alguien que no ha acabado de despertar. Eso no obsta para que sea irresistible a las mujeres (hasta la prima se le arrima). En esa amorfa estructura cualquier cosa cabe, hasta secuencias oníricas, por supuesto. La programadora del cine iberoamericano en el TIFF, la española Diana Sánchez, elogia en ella una fácil transición a la fantasía y un surrealismo digno de Buñuel
en su presentación del catálogo del festival. Ya salió el peine (o la peineta). Cuando un europeo no entiende algo del cine latinoamericano, de inmediato lo atribuye a una influencia de Buñuel.
La Iglesia católica merece gran cantidad de cuestionamientos, mas no un par de películas tan fallidas. Ahora bien, hay tantas opciones en el programa del TIFF que uno tiene la culpa de haber escogido mal.
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