l anuncio en junio pasado de Donald Trump de su ambición presidencial marcó el inicio del más reciente asalto racista y xenofóbico antimexicano en Estados Unidos de América. Trump se ha convertido en la personificación del prejuicio y el odio en contra de la población migrante más numerosa del país y, por extensión, de todas las personas de herencia latinoamericana, quienes desde una condición de ignorancia y/o odio racial son vistos como lo mismo.
En un inicio, la campaña presidencial de Trump fue vista por muchos como un disparate político, que seguramente sería fugaz. Sin embargo, Trump ha demostrado su capacidad de manipular una amplia gama de frustraciones que se han acumulado a lo largo de tres décadas. Las ofertas políticas que han dominado en Estados Unidos han fallado en articular soluciones de sentido común, basadas en evidencia, y orientadas hacia una meta de justicia social. Trump busca precisamente manipular esos sentimientos y, de ser posible, llegar a la presidencia sobre los hombros de los temores que caracteriza a la sociedad de Estados Unidos ahora. El ataque antimexicano y su agenda política extremista, en cuanto política de migración, son únicamente puntas de lanza de su estrategia.
Política de migración: ¿Hacia dónde ir?
A partir de finales de la década de los 90, en el periodo posterior a la aprobación en 1996 de la reforma migratoria más restrictiva, excluyente y punitiva en la historia, se comenzó a configurar un concepto político y legislativo de reforma que no pretendía desafiar de manera frontal la narrativa antimexicana que se comenzó a configurar desde finales de la década de los 80. Tampoco buscaba desafiar la esencia de la ley de 1996. Para el año 2002, dicho concepto político se dio a conocer como Reforma Migratoria Comprensiva (CIR, por sus siglas en inglés).
La lógica antes mencionada ha dominado el trabajo de movilización política y de incidencia legislativa sobre el tema de política de migración hasta esta fecha. Sin embargo, los resultados de este esfuerzo, a pesar de haber recibido un respaldo financiero anual multimillonario desde el 2002, han sido nulos.
Aparte de algunas designaciones específicas de protección migratoria temporal, que han resguardado números limitados de personas de ciertas nacionalidades, el único logro tangible en el campo de política de migración desde 1996 ha sido un programa de alivio administrativo dirigido a ciertos jóvenes extranjeros sin papeles, decretado en el verano de 2012 y conocido como DACA por sus siglas en inglés.
Ante la realidad actual y el reconocimiento de que la política de migración vigente sigue siendo draconiana, punitiva y despilfarradora de recursos públicos, se vuelve urgente articular una visión nueva que permita avanzar hacia una condición política y jurídica que refleje el valor altamente positivo que los migrantes representan en la sociedad, especialmente la comunidad migrante mexicana y demás migrantes latinoamericanos.
Como mínimo, va a ser crucial avanzar en una senda que desafíe la narrativa racista, anti-migrante, antimexicana, altamente tóxica, que ha predominado desde al menos finales de la década de los 80. Trump es, hoy por hoy, el principal emisario de dicha narrativa. En adición, será crucial también desafiar el marco jurídico punitivo establecido por la ley de migración de 1996.
Los flujos migratorios transfronterizos tienen que ser entendidos como una extensión orgánica del mundo cada vez más interdependiente en el que ahora vivimos. Más allá de una nueva política de migración, debemos trabajar arduamente en favor de políticas económicas y sociales que renueven la esperanza de una vida mejor para las nuevas generaciones, como también la construcción de modelos de participación cívica verdaderamente funcionales y formas de gobernanza que conlleven a un renacimiento de la democracia. También debemos asegurar un trato justo y de igualdad de derechos para poblaciones nacidas en el extranjero, independientemente de su condición legal migratoria en donde se encuentren. En el caso de Estados Unidos, esta lucha ha sido y continuará siendo una batalla primordialmente local, a nivel de gobiernos municipalidades y estatales.
A la luz de las grandes lecciones en la evolución de políticas públicas de las últimas décadas, es crucial reconocer que dichos cambios probablemente no sucederán por medio de una propuesta de ley en el ámbito federal. Debemos estar plenamente abiertos a la posibilidad que pudieran ser alcanzados de manera gradual, pero sin perder de vista la meta última que se busca: llegar a tener nuevos marcos de política pública de verdadero bien común.
Finalmente, en el plano de la estrategia operacional, será también esencial innovar en los modelos organizativos y el trabajo de alianzas multifacéticas. La tarea por delante no es fácil, pero debemos verla con mucho optimismo ante el gran potencial de cambio frente al cual estamos.
* Director ejecutivo de NALACC