rasil enfrenta, es verdad, una situación económica preocupante, y, más grave aún, enfrenta una muy seria crisis política, que amenaza con transformarse en crisis institucional. Mucho se habla de la urgente necesidad de dar combate a una corrupción endémica e institucionalizada (que, a propósito, no empezó ahora y mucho menos con la llegada del Partido de los Trabajadores al poder), y en hacer que el gobierno gobierne.
Pero, por encima de todo, Brasil vive desde siempre una crisis moral que no es admitida o reconocida por la sociedad, que insiste en mantener su cobarde hipocresía frente a sus propias llagas éticas.
En las cárceles brasileñas viven hacinadas 575 mil personas, de acuerdo con el censo del año pasado. Eso significa toda la gente que vive en Oaxaca de Juárez, niñas bonitas inclusive, o una Veracruz y media.
En los presidios del país existen 355 mil plazas. Es fácil imaginar las condiciones en que esa sobrepoblación sobrevive.
En 2013 ocurrieron 53 mil 646 asesinatos en Brasil. El año pasado, la policía brasileña mató a seis personas por día. Una cada cuatro horas. Las estadísticas no siempre son confiables, pero, conforme a los números disponibles, la policía brasileña es una de las cuatro que más mata en todo el mundo.
Hace un par de semanas, 19 personas fueron asesinadas aleatoriamente en la periferia miserable de San Pablo, la ciudad más rica de Sudamérica. Ninguna de ellas tenía antecedentes criminales. Todas estaban en bares o cafés conversando. Una de las víctimas, una chica de 16 años, estaba con una amiga en la vereda, delante de su casa de pobres. Fue la venganza de agentes policiales por la muerte de un compañero, ocurrida en el mismo barrio días antes.
En junio, en Salvador de Bahía, la policía militarizada disparó y mató a 12 personas elegidas al azar. Días después, en Dias D’Ávila, una pequeña ciudad a unos 60 kilómetros de Salvador, tres policías militares invadieron la casa de un hombre de 62 años. No querían detenerlo: querían dinero. Lo confundieron con un vendedor de mariguana. El hombre tenía algo así como 130 dólares. A los policías les pareció poco. Lo golpearon, lo violaron con una escoba, avisaron que volverían. El hombre los denunció a la justicia, y los tres fueron detenidos. Ahora, el hombre vive bajo protección de la misma policía militar.
De cada 10 presos brasileños, cuatro esperan por una sentencia de la justicia. Algunos, desde hace años. Y de cada 10 presos brasileños, seis son negros o mulatos (en el total de la población, los censos indican que 51 por ciento son negros o mulatos).
De cada 10 brasileños asesinados, casi siete son negros o mulatos. La policía es más selectiva. En cinco años, asesinó a 11 mil 197 personas. Entre los muertos, 7 mil 823 eran negros o mulatos.
A los brasileños les encanta decir que en su país no hay racismo y que todos se integran a la sociedad. Los números indican que la cosa no es exactamente así. Y más: algunas iniciativas locales muestran que las medidas de prevención para la seguridad pública suelen estar dirigidas específicamente contra negros en primer lugar, y pobres en segundo, lo que es casi decir lo mismo.
En este invierno que fue especialmente ameno en Sudamérica, una novedad llegó a las playas doradas de la privilegiada zona sur de Río de Janeiro: los camiones que arriban de los suburbios lejanos y de calor agobiante, donde no hay mar, son revisados por la policía militar en su parada final, en Ipanema. Muchos grupos de adolescentes y jóvenes son enviados de regreso a sus casas, en otras dos horas de viaje.
El gobernador Luiz Fernando Pezão tiene una explicación que le parece lógica: Vienen para robar y causar tumulto
. Claro: al fin y al cabo son pobres… y casi todos negros o mulatos.
Hace poco más de 30 años, en el verano de 1984, el entonces gobernador de Río de Janeiro, Leonel Brizola, una de las principales figuras de la izquierda brasileña, hizo lo contrario: ordenó que las líneas de transporte público del suburbio se extendiesen hasta las playas de la zona sur. Desde entonces, miles de jóvenes suburbanos pudieron llegar, en los fines de semana, a la parte blanca y privilegiada de la ciudad.
Al principio, los pudientes moradores de la zona sur se rebelaron: de una hora a otra las playas de sus privilegios fueron invadidas por esa gentuza nada presentable, gracias a un gobernador autoritario.
Con el tiempo, se acostumbraron a la gentuza. Ahora, otro gobernador intenta corregir el equívoco que duró 30 años. Mientras no se institucionaliza la medida, la policía militar busca distraerse: los domingos, sus soldados pasean por la arena distribuyendo de manera igualitaria (siempre entre pobres, negros y mulatos) golpes de bastón a los que lograron salir de sus barriadas y se instalaron en la arena.
Un método bastante eficaz, hay que reconocer, para convencerlos de volver al lugar de donde salieron.
Y una muestra igualmente eficaz de hasta qué punto puede llegar la estupidez de una sociedad podrida: en su mayoría, los policías militares son jóvenes pobres, negros y mulatos...