ué más se puede decir de Monsiváis que no se haya dicho ya, con diferentes maneras y énfasis. Con cariño, respeto y, también, hay que decirlo, con ironía o recelo por parte de algunos. Monsiváis inevitable: zar de la crónica y dictador implacable de la nota, el ensayo y en su decisiva, pionera, crítica de la cultura nacional y popular, como insistía en llamar a las vacas preferidas de su establo primordial. Por más de 50 años, Carlos fue (de hecho, sigue siendo) motivo amable a la vez que imperioso, para acercarse a la cultura, al trabajo intelectual y literario en México, así como a las mejores causas, perdidas o por perderse.
Su obra, en conjunto, se convirtió en uno de los mejores registros de los cambios sociales y de las pequeñas conquistas de una sociedad que se organiza y se obstina en no abandonar el ya largo camino a la democracia. A su modo, escribió Sergio Pitol, Carlos Monsiváis es un polígrafo en perpetua expansión, un sindicato de escritores, una legión de heterónimos que por excentricidad firman con el mismo nombre
. (Sergio Pitol, Con Monsiváis, el joven (fragmento)
, La Jornada, 20/6/10)
Las líneas ágata de su discurso forman un basamento que, para muchos de nosotros, se alimentó y reprodujo ampliadamente mediante el uso intensivo del teléfono y hasta de Internet, los gozosos paseos por el Centro Histórico y la Portales, las visitas a Bellas Artes o las infatigables búsquedas de antigüedades y colecciones, la comida rápida y frugal con amigos y… víctimas.
Quizá sea pertinente situar los inicios del aprendizaje colectivo que prohijó Carlos, del que dan cuenta sus crónicas del 68, cuando a partir de una profunda indignación personal ante el abuso majadero del poder empieza a tomar cuerpo y sentido una resistencia civil, novedosa a la vez que secular, que arranca de una inédita defensa de la legalidad. Monsiváis registró y buscó dar coherencia a los cambios turbulentos en los perfiles políticos, culturales, de consumo y moda, de esas masas que con sencillez y sentido del orden, a la vez, se rebelan y se revelan como actores del drama del cambio nacional que anunció el 68 y que el 2 de octubre labró con sangre y fuego como gran reclamo, nacional y popular, de democracia y nuevas formas de constituir y ejercer el poder.
Al mismo tiempo, intentó con éxito variable construir una hipótesis política que de principio a fin incorporara y se nutriera del reconocimiento de la cultura como palanca primordial de la democracia y de la política comprometida que requería y esbozaba como exigencia el país todo. Cultura política; política y cultura; política de la cultura formaron progresivamente un triángulo maestro del itinerario que Carlos diseñó y volvió forma de ser a partir de entonces.
En particular, quiso siempre rescatar para la izquierda el valor del humanismo y reclamó su afirmación y conservación como seña de identidad irrenunciable de quienes reivindican el valor del pueblo y postulan la reforma para un régimen de creíble y tangible justicia social. De aquí, por cierto, su interés constante y sus llamados de alarma sobre el papel crucial que la educación y las universidades públicas deben jugar en tiempos nublados, de calma chicha y ominosa, en que el temple se vuelve mala educación y la crítica impertinencia ante las buenas costumbres.
En su libro El Estado laico y sus malquerientes muestra cómo los malquerientes de la derecha clerical, a pesar de levantar contiendas y acumular estrépitos, acaban perdiendo una y otra vez. Al respecto, no le preocupaba la ausencia de la laicidad en la Carta Magna: El carácter laico no está en la Constitución, pero tampoco Dios. Si no está Dios en la Constitución, poco me preocupa que no esté explícitamente el carácter laico del Estado
.
Unas últimas palabras:
Fidelidad de los dichos con los hechos, coherencia en la crítica, rigor sin concesiones en el análisis de las realidades que lo impelen a ser y no dejar de ser eso ante todo: un pensador, un maestro de las ideas y de las letras, volcado a la construcción de un público con quien dialogar y poder respetar, y aferrado a la convicción de que sin eso, sin lo público que es también y sin escape político, no hay vida intelectual ni espacio para la sensibilidad estética que conlleva la cultura.
Por cierto, es su respeto permanente y comprometido a la difícil fórmula de vincular cultura nacional con cultura popular, el que desemboca siempre en reconocer la importancia de una cultura universal que, sin desbarrancarse en un fácil y necio cosmopolitismo, se nutra y a la vez enriquezca la propia cultura.
Es aquí que quienes hacemos economía política y buscamos un desarrollo de la nación que garantice justicia y democracia, encontramos una veta inextinguible para diversificar y enriquecer nuestro quehacer; para darle a la reflexión disciplinaria, marcada por la fatalidad de la aridez numérica o el reduccionismo histórico, una perspectiva mayor donde puedan adquirir sentido histórico el proyecto y la ambición transformadora de la economía política. No en balde, Carlos postulaba: Los pobres nunca serán modernos. Se comunican por anécdotas, no por estadísticas
. (Carlos Monsiváis, Notas de la semana
, El Universal, 31/8/08.)
Esta disciplina, como bien sabía Carlos, ha sido desde sus orígenes un discurso emanado de la filosofía moral e inspirado en la enseñanza histórica y el propósito político renovador. Sólo en un contexto cultural reconocido como indispensable, fundamental, puede encontrar esta visión un papel racional y coherente. Nunca quiso admitirlo, pero es aquí donde puede encontrarse un Carlos Monsiváis economista político.
(Gracias a la Coordinación de Difusión Cultural y a Rosa Beltrán, su directora de Literatura; gracias a los amigos, cómplices y víctimas de Carlos por acompañarnos en esta velada organizada en el quinquenio de su ausencia. Esta nota es para Lilia y Raquel).