n una de las múltiples visitas de Elena Poniatowska al Palacio Negro de Lecumberri el director del penal decidió presentarle a su prisionero modelo. Era apreciado por reclusos y autoridades por su buena conducta pero, sobre todo, porque arreglaba sin costo los radios de los prisioneros, el único vínculo que mantenían con el exterior. Su celda era impecable y era todo un taller. Estaba llena de pequeños radios de transistores. El reo le tendió la mano a la escritora, a quien le llamó la atención su amabilidad.
–¿Cuál es su nombre?
–Ramón Mercader.
Al escucharlo le dieron ganas de correr a lavarse la mano. El asesino que ultimó a Trotski clavándole un piolet en la cabeza mientras revisaba un texto y su sombra oscura no se habían difuminado después de más de dos décadas. Tampoco la imagen del político que aún logró levantarse y defenderse y señalar con el índice a su agresor.
Era el mismo Frank Jackson o Jacques Monard o Ramón Mercader, agente de Stalin. El mismo a quien después de ser liberado de Lecumberri se le rindió homenaje como héroe de la Unión Soviética y cuyos restos yacen en el cementerio de Kúntsevskoye de Moscú con el nombre de Ramón Ivánovich López.
En estos días en que es casi un deporte inocuo criticar a Stalin, conviene recordar a uno de sus más eficaces críticos en su momento, que este 21 de agosto cumple 75 años de haber sido asesinado.
Y cuando escribo crítico en
su momento recuerdo que son los años en que Stalin gobernaba con sangre y mano dura, con prisiones como Siberia o el Gulag. Me refiero a aquel agitador político de la Revolución de Octubre en Rusia, al creador del Ejército Rojo, al editor que se atrevió a enfrentar a Stalin, al amigo de Lenin, Diego, Frida y André Breton que vivió en México sus últimos días, en una casa marcada con el número 46 de la calle de Viena, donde coleccionaba cactáceas y lirios; donde jugaba con sus perros y donde tenía y cuidaba gallinas y conejos. Me refiero, insisto, a este político y periodista que vislumbró el peligro que significaba que la organización del partido suplantara al partido, y esta a su vez fuera controlada por un comité central que podría dirigir un hombre, un dictador, en nombre del bien supremo de la revolución.
El mejor acercamiento a la vida de este político y periodista del siglo XX no se debe al trabajo de un historiador, sino de un novelista. La verdad de la novela se ha impuesto nuevamente a cualquier texto de historia. Aunque Leonardo Padura en El hombre que amaba a los perros no pretende la objetividad histórica como la pretenden tantos profetas del pasado, la logra en numerosos momentos con una rigurosa investigación. Esteban Volkow, nieto de Trotski y uno de los mejores conocedores de la vida de su abuelo, lo corrobora.
La mirada casi cinematográfica de Padura nos acerca a ese hombre extraordinario por sus actos y sus escritos
, el mismo al que se refiere Octavio Paz, y a quien le parecía una de esas figuras heroicas de la antigüedad romana porque, escribió el poeta, fue valeroso en el combate, entero ante las persecuciones y las calumnias e indomable en la derrota, pero que confundió sus razones con la razón.
Como sea, Padura, recientemente reconocido con el premio Princesa de Asturias, le toma el pulso a través de su novela a la vida casi inverosímil de ese gran protagonista del siglo XX. En el libro de Padura subsiste, sobre todo, la gana de contar momentos importantes en la vida de Trotski. Es esa gana la que permite reconstruir para el lector ese México de finales de los los años 30 y principios de los 40 con una intensa vida política y cultural. Bien visto, ese acercamiento al pasado de nuestro país se antoja, en una sociedad masificada como la nuestra, un México imposible. Imposible por la confluencia de tantos y tan distintos acontecimientos. De tantos y tan distintos actores que hicieron para bien o para mal la sociedad de nuestros días. Allí aparecen Lázaro Cárdenas, Lombardo Toledano, André Breton homenajeado por Frida, diseñándole una sotana con los relojes flácidos de Dalí y un sombrero de Magritte. Es el México de la revolución institucionalizada, de la consolidación de las corporaciones sociales, del coronelazo Siqueiros, responsable del primer atentado contra Trotski, y de la Casa Azul, donde confluyeron los Contemporáneos, Dolores del Río, Juan O’Gorman, Orozco y muchos artistas cuyas propuestas plásticas y culturales aún nos enriquecen.
El hombre que amaba a los perros es una estupenda muestra de la verdad de la novela, de la ficción que nos cuenta la historia por la mera gana de contar.