l domingo pasado hubo una jornada de protestas en alrededor de cien ciudades brasileñas para exigir la renuncia de la presidenta Dilma Rousseff y denunciar los escándalos de corrupción que han marcado la vida política del país en los últimos años. De acuerdo con la policía, más de 800 mil personas participaron en las distintas manifestaciones, lo que significa un repunte respecto a la movilización nacional del 12 de abril. El mayor contingente se concentró en la ciudad de Sao Paulo, bastión tradicional de la derecha.
Estas protestas ocurren ante claros signos de agotamiento de una propuesta de gobierno social iniciada más de una década atrás, que tiene éxitos universalmente reconocidos en materia de reducción de la pobreza y reducción de la brecha de la desigualdad y que ha permitido al país sudamericano mantener altos y sostenidos índices de crecimiento. Hoy este proyecto debe hacer frente a circunstancias económicas adversas, al desgaste político consustancial al ejercicio del poder durante más de 12 años y a la corrupción de algunos integrantes del partido gobernante, el PT.
Pero tales factores difícilmente podrían explicar por sí mismos el grado de descontento social que recorre las ciudades brasileñas ni el hecho de que fenómenos similares tienen lugar, en forma prácticamente simultánea, en Argentina y Ecuador y que se hayan presentado ya en Venezuela y en Bolivia.
El denominador común en esas naciones parece ser una orquestada injerencia externa que manipula en contra de ellas los mercados financieros, fabrica carestías de productos básicos, exacerba los malestares políticos y magnifica sus expresiones en los medios informativos occidentales. No parece casual, por otro lado, que los países latinoamericanos que permanecen alineados en lo político y en lo económico con Washington y con Europa occidental –México, Colombia, Perú– no se vean afectados por esta oleada desestabilizadora, a pesar de que en ellos resulte evidente el desastre social causado por las políticas neoliberales y, en los casos mexicano y peruano, por estrategias militaristas de combate a la delincuencia organizada que se han traducido en graves y extendidas violaciones a los derechos humanos.
Con base en lo anterior resulta inevitable concluir que el subcontinente asiste a un programa, encubierto pero inocultable, para debilitar y deponer a los gobiernos que resultan incómodos a los capitales transnacionales y a las cúpulas del poder occidentales, sea por su participación en la construcción de un orden multipolar –como es el caso de Brasil y su pertenencia al bloque BRICS, compuesto además por Rusia, India, China y Sudáfrica–, por sus esfuerzos de integración regional, por sus ejercicios de soberanía nacional, por sus políticas de bienestar y redistribución de la riqueza o por varias de esas razones, o por todas ellas juntas.
Volviendo al caso de Brasil, es claro que los intentos de desestabilización se han radicalizado hasta desembocar en la demanda de dimisión de la presidenta Rousseff, postura a la que se unió Fernando Henrique Cardoso, un político neoliberal que dejó saldos de catástrofe tras su paso por la primera magistratura. Para mayor claridad, a la convocatoria a las protestas del domingo se unieron grupos promotores de restaurar en el país una dictadura militar.
Todo permite suponer que, en la medida en que los gobiernos afectados sigan ejerciendo su soberanía y haciendo frente a los poderosos intereses de las potencias occidentales, y en tanto pretendan continuar con sus políticas sociales, esta andanada desestabilizadora se incrementará y se agudizará. Ante esta perspectiva, es claro que el proyecto de gobierno aplicado en Brasil por Luis Inazio Lula Da Silva y Dilma Rousseff debe reinventarse y depurarse, y que otro tanto deben hacer los estadistas de Venezuela, Ecuador y Argentina. Asimismo, es urgente que los gobernantes progresistas de la región recuperen la iniciativa política y restañen los lazos entre las instituciones y sectores de la población que han sido ganados por oposiciones locales que fungen también como arietes de la injerencia externa.
Está en juego la posibilidad de que Sudamérica se consolide como un polo articulado, pacífico, progresista, próspero e independiente, o que sufra una grave y trágica regresión a los tiempos de las democracias de cartón de signo oligárquico y orientación neoliberal o, peor aún, de las dictaduras criminales que asolaron la región hace unas pocas décadas.