ara ella bailar era un rito, un ejercicio de liberación personal y comunitario. Quedó huérfana de padre cuando cursaba la primaria y tuvo que cortar sus estudios para trabajar y contribuir al magro presupuesto familiar. Contaba que sus primeros empleos fueron de infante trabajadora doméstica. En muchas ocasiones experimentó prepotencia y humillaciones de quienes le dieron trabajo.
Su vivienda, en la que se apretujaban su madre, ella, cuatro hermanas y tres hermanos, estaba en los linderos de la colonia Obrera. Era una de esas habitaciones que junto con otras similares conformaban una vecindad, con varios patios y lavaderos donde se intercambiaban conversaciones, expectativas, tragedias y la vida. Las pocas vecindades que sobrevivieron hasta la primera mitad del siglo XX fueron devastadas por el sismo de 1985. Sus ruinas fueron demolidas y muchos de sus antiguos habitantes se congregaron para ser testigos de cómo los trascabos se llevaban no solamente cascajo sino, sobre todo, grandes trozos de su corazón. Fue una especie de Cinema Paradiso multiplicado por distintos lugares de la ciudad.
Junto con hermanos y hermanas mayores que ella, y amigos y amigas de la vecindad, descubrió los entonces florecientes salones de baile, que tenían música en vivo con las orquestas y grupos más aclamados del momento. Sus pies se deslizaron por el Salón México, el Salón Los Ángeles y, sobre todo, el Salón Esmirna (se localizaba en el espacio que a partir de mediados de los años setenta del siglo pasado fue remozado para ser la sede de la Universidad del Claustro de Sor Juana, San Jerónimo número 47). Ir a bailar en grupo era un gusto para dejar atrás las extensas jornadas laborales, y una forma de fortalecer lazos fraternales.
Al que sería su esposo lo conoció en uno de los gozosos bailes de salón que ambos frecuentaban. Él también era huérfano de padre, no porque hubiera muerto, sino porque se ausentó de su vida para evadir responsabilidades paternales. Los dos huérfanos se casaron cuando ella tenía 25 años y él 26. Juntaron sus orfandades y talentos para trabajar denodadamente, con el fin de hacerse de un patrimonio que les permitiese a ellos, y a los hijos e hijas que vendrían, un futuro mejor que las limitaciones vividas por ambos en su infancia, adolescencia y juventud.
Él trabajaba en la Editorial Novaro, adonde ingresó porque aprendió el oficio de impresor cuando estudiaba la primaria en el Centro Escolar Revolución. Ella se dedicaba a labores del hogar y a la crianza de los hijos. De lo que ambos ahorraban se permitían salidas a parques, donde con los dos primeros hijos e hija compartían los alimentos propios de tantas familias obreras mexicanas, alimentos que junto con los juegos y las risas llenaban de alegría los domingos.
Ella era experta en utilizar lo que en hogares económicamente pudientes tenían por sobras, desechos destinados al bote de basura. Las tortillas duras las convertía en sabrosos chilaquiles. Los bolillos duros los transformaba en suculentas migas. Las cáscaras de papa eran mágicamente cocinadas con epazote y cebolla para comerse en exquisitos tacos. El recorte de jamón lo preparaba de muchas formas, siempre dándole un toque culinario asombroso. Su caldo de camarón congregaba a familiares y amistades, quienes le celebraban el buen toque de gastrónoma aficionada.
Fue ella quien convenció a su esposo de que era necesario iniciar un pequeño negocio para aumentar los ingresos familiares, con el fin de tener más fondos para sostener los estudios escolares de los hijos. Entonces ambos comenzaron a vender entre sus conocidos calcetines, ropa interior, medias de mujer y camisetas. Vendían en abonos, e idearon un sistema de tarjetas para llevar el control de los pagos de su clientela.
Cuando él perdió su empleo en la Editorial Novaro, ella vislumbró que era tiempo de ampliar los alcances de su pequeño negocio. Además de mantener la modesta bonetería que ambos tenían en una accesoria de su casa, vislumbró nuevas alternativas. Cuando se convenció de la viabilidad de una, lo más difícil fue convencer a su esposo de que la opción encontrada no era una puntada destinada al fracaso. Los dos se dedicaron a vender ropa nueva en los mercados sobre ruedas. En estos lugares se hicieron de amistades entrañables entre los otros vendedores ambulantes.
Desde adolescente y hasta que una terrible enfermedad le impidió caminar por sí misma, ella bailaba esplendorosamente. Bailaba chachachá, swing, cumbia, danzón, rock clásico y otros ritmos distintos. Pero lo que bailaba con maestría que levantaba ovaciones era mambo. Recuerdo haberla visto bailar los legendarios mambos de Dámaso Pérez Prado.
En mi memoria atesoro su gozo desbordante al bailar el mambo Bonito y sabroso, compuesto e interpretado por el enorme Benny Moré (conocido como El bárbaro del ritmo). Desde que la vi bailar esta pieza pensé que la letra hacía referencia a bailarinas como ella: “Pero qué bonito y sabroso bailan el mambo las mexicanas, mueven la cintura y los hombros igualito que las cubanas”. Guardo imágenes y sonidos de quienes le hacían círculo para verla bailar.
Al pie de su féretro dije lo aquí escrito y algo más. Al igual que en el funeral de su esposo de toda la vida, leí el Salmo 23, y referí las resonancias y esperanza que adquiere este poema y canto al ser evocado cuando acompaña la última jornada terrenal de quien despedimos. Al final, cuando se llevaron su cuerpo para ser cremado, se escuchó Bonito y sabroso. Todo esto lo sé porque ella, Elba García Ortiz, era mi madre.