l iniciarse agosto se registró otra de las iniciativas y acciones que, aun en caso de verse más o menos frustradas, marcarán la huella histórica del gobierno de Barack Obama, según parece esperarlo el propio presidente. A las relaciones diplomáticas con Cuba, al acuerdo multilateral sobre el programa nuclear de Irán, al sostenimiento de una política económica a favor de la reactivación y el empleo, y a la (errónea) prioridad concedida a concluir el acuerdo sobre la Asociación Transpacífica, entre otras, se suma ahora el reforzamiento y aceleración de las acciones de transición hacia las energías bajas en carbono, anunciado en la perspectiva de la COP-16, a celebrarse en París a finales de año. Al anunciar estas últimas, Obama rescató una frase memorable: Somos la primera generación que resiente las consecuencias del cambio climático y la última generación que puede hacer algo al respecto
.
La iniciativa y el programa de reforma del sistema de salud –que ha superado toda clase de maniobras políticas, jurídicas y administrativas– fue objeto, desde su presentación, de un claro intento de banalización al identificarlo con la expresión Obamacare, que resultó contraproducente para sus promotores. Ahora, como parte de todo tipo de descalificaciones, se pretende combatir la versión final del Plan de Generación Eléctrica Limpia (PGEL) anunciada el 3 de agosto, con la expresión war on coal (guerra al carbón), a fin de colocar a los estados productores de carbón mineral y a los trabajadores de esta industria en la primera línea de oposición al plan. Conviene, por tanto, examinar el contenido básico del anuncio de Obama y la configuración de fuerzas políticas, industriales y financieras que buscan descarrilarlo.
El PGEL cubre tres áreas: la reducción de las emisiones de carbono, las acciones para prevenir y remediar los efectos del cambio climático y la cooperación multilateral ante un problema global por naturaleza. Toda acción nacional efectiva requiere de estos componentes para significar un aporte que estimule y haga viables las acciones internacionales que se pretende acordar en París.
El PGEL se concentra en el objetivo de reducir las emisiones de CO2 de Estados Unidos, que aportan más de cuatro quintas partes (82 por ciento) del total de gases de efecto invernadero (GEI) emitido por el país. Otros GEI son el metano (9 por ciento), el dióxido de nitrógeno (6 por ciento) y los gases fluorados (3 por ciento). Un tercio de las emisiones de carbono, a su vez, proviene de la generación eléctrica: un monto mayor que la suma de las originadas en el transporte y las casas habitación
, dijo Obama al presentar el plan. Por ello, la meta principal del PGEL consiste en colocar las emisiones de CO2 en 2030 –dentro de 15 años– una tercera parte (32 por ciento) por debajo del nivel que alcanzaban en 2005 –hace 10 años–. La herramienta principal para reducir el uso de carbón en la generación eléctrica será el establecimiento de normas que limiten las emisiones, que hasta ahora no se han fijado a nivel federal. La idea es considerar tóxicas las emisiones de CO2, como ocurre con las descargas de mercurio, azufre, plomo y arsénico en la atmósfera y las aguas, habida cuenta de los grados de toxicidad.
Como la mezcla de fuentes de generación eléctrica es diversa en los diferentes estados de la Unión, el PGEL prevé que cada uno elabore su programa estatal de reducción de emisiones, lo que ya han hecho 12 de ellos. La Administración de Protección Ambiental definirá los estándares de emisiones de CO2 aplicables en todas las plantas generadoras y los programas estatales deberán prever su cumplimiento, con flexibilidad y ritmos diversos. Si algún estado no elaborase tal programa antes de 2020, la APA lo elaborará en términos de que no impida el logro del objetivo nacional de abatimiento 10 años después.
Además del objetivo general, las acciones de prevención y remediación contenidas en el PGEL no son novedosas, pero se agrupan de manera coherente a fin de desarrollar y aprovechar sinergias.
“La semana pasada –dijo Obama–, 13 de las mayores empresas, entre ellas UPS, Walmart y General Motors, anunciaron compromisos significativos de reducción de emisiones y empleo de energía limpia.”
Además de la histérica reacción israelí, hay que vencer la irracional resistencia de algunos republicanos en el Congreso estadunidense. También habrá que modular el impacto del retorno de Irán al mercado petrolero internacional en un periodo caracterizado por persistentes excedentes de oferta. La debilidad de precios puede prolongarse y profundizarse.
Tres. Aunque la atención de los medios se haya concentrado, en las últimas semanas, en el muy preocupante ascenso en las encuestas del más impresentable de los aspirantes a la candidatura presidencial republicana, el inefable mister Trump, es otro el sucedido que puede adquirir, más adelante, la mayor trascendencia. Estados Unidos parece ser el país avanzado en que el imperativo de combatir la desigualdad, que ha crecido en forma desmesurada en el presente siglo, ha comenzado a traducirse en acciones concretas, al tiempo que el debate político, en la perspectiva de la elección presidencial del año próximo, en buena medida se centra en ese imperativo. Conviene recordar que, en lo que fue llamado su momento Piketty
, el presidente Obama otorgó la mayor prioridad a las acciones orientadas a combatir la desigualdad.
La explosión de la desigualdad se origina en la brecha rápidamente creciente entre las remuneraciones al trabajo y las que recibe el capital. Además, el aumento de las primeras se ha distanciado cada vez más de su principal determinante: el crecimiento de la productividad. En Estados Unidos, los salarios y la productividad crecieron al mismo ritmo entre finales de la guerra y principios de los años 70, con alza acumulada de alrededor de 90 por ciento entre 1948 y 1973. A partir de este último año, la remuneración media por hora se estancó aunque la productividad siguió al alza, en forma acelerada. Entre 1973 y 2013 el incremento acumulado de ésta fue del orden de 140 por ciento, mientras que las remuneraciones medias sólo acumularon una alza de alrededor de 10 por ciento. Naturalmente, la desigualdad se disparó, convirtiéndose en un problema económico (deprime el crecimiento), social (exacerba las tensiones) y ético ya intolerable.
Una primera respuesta ha sido atender el alza de los salarios mínimos. Diversas acciones legislativas o ejecutivas han dado lugar a que, ahora, la mayor parte de los estados de la Unión y algunos segmentos de trabajadores y empleados tengan salarios mínimos legales más elevados, en ocasiones cercanos al doble, que el nivel federal de 7.25 dólares por hora.
Diversos precandidatos, tanto demócratas como republicanos, han presentado propuestas orientadas a atemperar la desigualdad, para responder a una exigencia cada vez más extendida. Algunos prefieren acciones indirectas, como aumentar los subsidios fiscales a los salarios más reducidos o extender beneficios asociados al empleo. Es prematuro dar por supuesto que se revertirá la prolongada época de estancamiento o lento crecimiento relativo de las remuneraciones al trabajo, tanto en Estados Unidos como en numerosas otras economías avanzadas y en desarrollo. Sin embargo, el debate sobre la desigualdad puede marcar un parteaguas en la campaña electoral estadunidense.