etrato de un país desfigurado es el título de un puntual documento elaborado y suscrito por los socios del Instituto de Estudios para la Transición Democrática (IETD) con el fin de intervenir, con voz propia, en el debate surgido con la aparición del informe anual del Coneval sobre la pobreza en México. Junto con los últimos datos de la encuesta de ingreso-gasto publicados por el Inegi, que les sirven como referencia, los autores enfatizan la trascendencia del tema y más allá de las bochornosas cifras que ambos estudios nos actualizaron, subrayan el carácter estratégico de la política social, no solamente como una variable de la política económica en curso, e independientemente de los ajustes que fueran necesarios para mejorar la acción contra todas las formas de pobreza.
La comprobación fáctica de que en algunos rubros claves para medir la desigualdad y, en general las condiciones de vida, lejos de avanzar, retrocedemos, lleva a la constatación de que no estamos hablando de datos pasajeros, de una coyuntura ni del primer bienio de un gobierno. Los datos son un continuo histórico, el largo plazo que ha cincelado un nuevo tipo de sociedad resignada al estancamiento, a la pobreza de la mitad de su población, a la inseguridad y a la desigualdad más extrema
, señala el documento. Eludo las cifras más conocidas, pero acompaño y reitero la reflexión a la que invita este Retrato... al señalar que literalmente, en diferentes estratos y con distintas intensidades, este es un país que no llega a la quincena, que no alcanza a cubrir sus necesidades al final de su jornada
, afirmación terrible que no deja nada a la imaginación, aunque un día sí y otro no los responsables de conducir el país se empeñen en negar, sea con estadísticas o con palabras, una realidad en la que se entretejen los bajos salarios, la precariedad y el desempleo, males apenas conjurados con la cansina de que desaparecerán con las reformas que, en buen romance, son por ahora promesa que aún no se pone en marcha.
Lo cierto, como advierte el IETD, si se explora la situación de los que ganan un salario mínimo, 58 por ciento están en pobreza y 12 por ciento en pobreza extrema. Y si tomamos a los que perciben dos salarios mínimos, 42.3 por ciento de ellos está en pobreza moderada y 4 por ciento en pobreza extrema. Estamos hablando de 2 millones de hogares, habitados por 10 millones de personas: cerca de una quinta parte del total de pobres que ha cuantificado el Coneval son pobres que trabajan, mexicanos que radican en el mundo de los bajísimos salarios, los menores a 140 pesos diarios. La conclusión no puede ser más abrumadora: los mexicanos que trabajan –advierte el análisis– están percibiendo menos dinero que hace cinco y que hace 23 años. He ahí la dura situación contra la cual se estrellan las fantasías modernizantes o la utopía productivista a la que se rinden nuestras élites. Ese es el fondo sobre el que se proyecta el despilfarro y la corrupción. La caída del precio del petróleo y las sacudidas contra el peso agravan lo que de suyo está empantanado. Se habla de ser realistas, pero en ese concepto no cabe pensar en aquellos que históricamente van perdiendo la batalla de la equidad, aspiración democrática contenida en la Constitución.
Es evidente que la necesidad de medir la pobreza no es un prurito académico o la afición intelectual de algunos iluminados. En rigor, los temas derivados de la en otros tiempos llamada cuestión social
deberían ventilarse como la materia prima del debate político, pues, como se afirma en el texto comentado, tiene implicaciones mayores para el orden de prioridades nacionales, para la orientación del gasto público y sobre todo el social; para instaurar por fin una política de recuperación de los salarios, cuya decadencia es causa manifiesta del fracaso acumulado de las últimas décadas, no obstante los avances registrados en los datos de salud, vivienda y otras necesidades.
Se propone pasar de inmediato a la construcción de una agenda pública para el crecimiento y la equidad social: presupuestar para la equidad, la seguridad social y orientar el peso del gasto hacia la redistribución. Para ello es preciso anclar en el presupuesto una estructura que asegure un piso mínimo de derechos económicos y sociales universales y que pueda ir robusteciéndose con el tiempo (a través de reformas hacendarias progresivas). Una reforma a la estructura del gasto público es condición del presupuesto base cero y de una reforma fiscal posible, y obligada ahora por el brusco descenso de los precios del petróleo. No está de más insistir en el dato: el gasto en inversión pública se halla en los niveles de ¡1946! El gasto en infraestructura, por su efecto potenciador del crecimiento, no debe contabilizarse como parte del déficit. Un replanteamiento a fondo de las prioridades exige rendición de cuentas y absoluta transparencia en la información, así como la participación activa de la sociedad junto con los legisladores, que están obligados a romper con la tradición del secreto al que los lleva la inercia clientelar o la defensa de los intereses particulares. La responsabilidad de los partidos es tan obvia que apenas merece mencionarse, pero ya es hora de que nos demuestren si tienen o no algo que aportar para cambiar el rumbo del país.
Es hora de que dejen atrás la frivolidad y apoyen en este país de trabajadores pobres el aumento de los salarios mínimos, cuya viabilidad está demostrada fuera del ámbito de conservadores que ha propiciado la increíble desigualdad que caracteriza a nuestro país. Por todo esto y más invito a los lectores a ver más del documento.