e cumplieron ayer 70 años del bombardeo atómico estadunidense contra Hiroshima, episodio que arrojó un saldo de 166 mil muertos en 1945 –más otras decenas de miles a consecuencia de la radiación en años posteriores– y que marcó el fin de la Segunda Guerra Mundial a favor de los aliados, encabezados por Estados Unidos, la extinta Unión Soviética y el Reino Unido. Ayer, al encabezar el acto conmemorativo en esa urbe, el primer ministro de Japón, Shinzo Abe, señaló que en tanto que único país golpeado por el arma atómica (...) tenemos la misión de crear un mundo sin armas nucleares
, y añadió que su país presentará este año en la Asamblea General de la ONU una nueva resolución destinada a abolirlas.
Debe recordarse que ese episodio trágico –que se repitió tres días después en Nagasaki– marcó el comienzo de una era en la que se produjo una desenfrenada carrera armamentista entre los integrantes del bando vencedor. De esa forma, la Unión Soviética adquirió capacidad nuclear en 1949, el Reino Unido hizo lo propio en 1952, Francia en 1960 y China en 1964. En las décadas siguientes, esos países fabricaron decenas de miles de armas nucleares y desarrollaron proyectiles cada vez más precisos para transportarlas. En forma paradójica, esa proliferación, que consumó cantidades estratosféricas de recursos económicos, pudo sortearse sin una confrontación entre los bloques antagónicos encabezados por Washington y Moscú, en el periodo conocido como la g uerra fría, no sólo porque la tensión entre los bloques fue desviada a conflictos periféricos, como los de Corea y Vietnam, sino también por la certeza de que un enfrentamiento atómico directo entre Estados Unidos y la URSS habría de llevar a lo que se llamó destrucción mutua asegurada
(MAD, por sus siglas en inglés).
No obstante, no se puede soslayar que ese precario equilibrio, que se mantiene hasta nuestros días, tuvo como origen un episodio que, de acuerdo con los criterios éticos básicos, constituye uno de los mayores crímenes de guerra de la historia y colocó a la humanidad ante un nuevo clímax de barbarie: se trató de un ataque deliberado contra la población civil, en una localidad carente de interés militar y geoestratégico, y en el que se usó por primera y única vez un arma nuclear.
En su momento, Washington intentó justificar el hecho con el argumento de que habría tomado mucho tiempo y muchas más vidas humanas derrotar a Japón; esa excusa es desmentida, sin embargo, por el hecho de que Japón, al momento de los bombardeos sobre Hiroshima y Nagasaki, estaba cerca de la derrota: de hecho, si las aeronaves estadunidenses pudieron llegar a Hiroshima fue en buena medida por la pérdida de capacidad de reacción de la armada y la fuerza aérea del país asiático. En contraste, el episodio obliga a recordar que, sin minimizar la aniquilación planificada de pueblos enteros por parte del Tercer Reich, el bando de los aliados perpetró también atrocidades sin igual, como el despiadado bombardeo contra Dresde por las fuerzas aéreas estadunidense y británica y los ya referidos bombazos atómicos contra las ciudades japonesas.
Al día de hoy no deja de ser significativo que Estados Unidos –el único país que ha lanzado bombas atómicas contra ciudades repletas de población civil– se ha apropiado del discurso de la lucha contra el terrorismo
y el uso de armas de destrucción masiva, y que lo emplee para hostilizar a naciones a las que considera arbitrariamente como amenazas potenciales.
Semejante postura da cuenta de una doble moral y un espíritu belicista que no sólo resulta reprobable en términos éticos, sino que es además peligroso por cuanto incentiva la continuidad y el recrudecimiento de la carrera armamentista entre Oriente y Occidente. Al respecto, debe recordarse la propensión de Washington a hostilizar a Rusia mediante acciones como la expansión de la OTAN a las áreas de influencia de la extinta Unión Soviética y la instalación de escudos antimisiles en Europa del este, lo que ha orillado a Moscú a no profundizar sus acciones políticas de desarme atómico. A ello se suma la existencia de gobiernos que han construido arsenales atómicos con la aceptación implícita de Washington y de Europa occidental y que no han sido hostigados ni amenazados por ello: Israel, India y Pakistán.
Actualmente, un exhorto creíble de Washington y sus aliados al desarme atómico mundial tendría que empezar por la construcción de un consenso entre los poseedores legitimados de armas nucleares, es decir, por los miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU, para deshacerse de sus arsenales respectivos; además de emprender acciones convincentes y enérgicas para llevar a Tel Aviv, Nueva Delhi e Islamabad a la destrucción de sus respectivas bombas atómicas. De otra manera, el mundo no podrá declararse a salvo, de manera definitiva, de una posible redición de la atrocidad cometida hace siete décadas contra la población japonesa.