bordamos el tren con calma en Padua como si cualquier cosa. En la taquilla un caballero circunspecto nos lo había vendido como la gran gala. Sugirió que en vagones nocturnos que ni el Sheraton, a 300 o más kilómetros por hora nos depositaría en París la mañana siguiente cual si transportados en nave espacial. Así nos lo cobró en euros y pensamos, bueno, dormiremos, que nos hace falta. Vislumbré un viaje aburrido entre turistas gringos, familias francesas o alemanas, orientales a lo mucho; entusiastas islas nerviosas que no se tocan y a manera de escudo derrochan cortesías. Nos tomaría el trayecto hasta Milán, a una velocidad ridícula y con paradas continuas de tren guajolotero, para sabernos equivocados. Durante ese primer periodo, el tren dormitorio se mantuvo casi vacío. No podía uno hacerse idea de con quienes viajaría ni cómo iba a pasar la noche, aunque desde el primer minuto, al abordar, nos pudimos hacer idea de la verdadera condición mecánica de nuestro vehículo. Bajo un logo paneuropeo muy fufurufo se nos presentó un vejestorio, tren regional de aquellos, coronado con cables tiznados, sucio el chasis rectangular, estólido, sin similitud alguna con los supertrenes aerodinámicos de los promocionales por Internet.
Era el verano más caliente que nadie tuviera en memoria. Los franceses, que a todo le ponen fecha, decían que no hubo peores calores en 80 años. Los italianos, que siempre exageran, hablaban de 130. En cualquier caso, de cuando casi nadie en condiciones de acordarse había nacido. Tardes romanas, parisinas o catalanas a 41 y 42 grados, en la Costa Azul ventiladas si acaso por de un Mediterráneo con las aguas arriba de los 30 grados. 700 muertos de calor en el sur de Francia en pocas semanas. Dicho en buen cristiano, hacía un calor de la chingada. En las ciudades, sumergirse en el Metro o abordar autobuses era ingresar a saunas de sudor espontáneo y de sal humana. Por la calle el sol apedreaba. Las sombras quemaban. A lo largo de las noches la canícula nos despertaba empapados, dejándonos sueños inconclusos y fugaces problemas de visión. Aquella noche no tenía por qué ser diferente. Los campos de Italia transcurrían por la ventanilla a punto de hervor.
En nuestro compartimento ya viajan, yacentes y cubiertos con unas mantas color gris, delgadas como papel, un hombre y una mujer. Jóvenes, alertas, negros. Aconsejado por experiencias recientes, migrantes, pensé. Digo, por todas partes de Europa pululan hoy gentes del más distinto color, aceitunados, moros y negros, el tipo de humanos que Joseph Conrad iba a encontrar en países remotos, en islas confusas, en continentes por donde no había pasado últimamente la mano de Dios. Cierta noche en Ventimiglia, una semana atrás, fue como para escarmentar al más pintado. Localidad incrustada en la costa ligur, frontera de Italia con Francia, Ventimiglia se ha convertido en puerto de arribo, prisión al aire libre y limbo para cientos de migrantes africanos llegados en balsas y barcas por las que la mano de Dios muy apenas pasó, lo mínimo para que no se ahogaran esas gentes de Eritrea, Senegal, Nigeria, Camerún.
Por muy buena onda que uno se quiera, estamos aquejados de estereotipos, prejuicios inconscientes y facilismos del lugar común: nuestros compañeros de compartimento resultaron gente educada, viajera, legal y bien alimentada. Sin dejar nunca de estar acostados, muy cómodos uno frente al otro, hicieron conversación. Sonrientes, llenos de ternura, sobre todo ella; dijeron ser de Botsuana, país que sale en las noticias sólo cuando los reyes y príncipes de Europa y sus banqueros andan por ahí emboscando cobardemente elefantes y rinocerontes y presumiéndolo en Instagram. Fuera de eso, la suya es una próspera nación pequeña a salvo de las plagas circundantes del África meridional. De México sabían tres cosas. Que es un país grande, que tiene famosas playas y (risas) que El Chapo se había vuelto a escapar. Eso bastó para desarrollar una reveladora y agradable conversación en inglés hasta la estación central de Milán.
Allí nos alcanzaría la realidad al abordar en tropel la totalidad del convoy la versión más prieta y variopinta de las naciones unidas, toda un caos de Babel. La ocupación por bárbaros, vivales y familias exóticas nos entretuvo una hora y cacho junto a los andenes calientes de Milán. La excitación, la búsqueda del lugar de cada uno, las pugnas por los centímetros y los números que uno pagó; todo en el idioma universal de las señas para negociar en árabe, holandés, el francés de las colonias, mandarín, vietnamita, japonés, el inglés de las colonias, algo parecido al sueco, italiano con acento tuareg y un abanico de lenguas subsaharianas balbucidas en corto. No era un tren del hombre blanco, eso seguro; sus razas y nacionalidades, todas juntas, se encontraban en flagrante minoría, no faltando algún anglosajón que ni se notaba. El buen Conrad hubiera encontrado ahí el corazón de la tiniebla a su favor.