l presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, ordenó este fin de semana una nueva suspensión de los bombardeos contra las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) –organización con la que su gobierno mantiene abierto un proceso de paz desde septiembre de 2012–, e indicó que los ataques aéreos contra esa organización insurgente sólo podrán ser autorizados por orden del propio mandatario.
El anuncio se produce unos días después de que la agrupación político-militar declaró un nuevo cese unilateral al fuego, a partir del pasado 20 de julio. La reacción del Palacio de Nariño a ese anuncio de la guerrilla marca la tónica de un proceso de paz que ha sido ciertamente accidentado y sinuoso, en el que la suspensión definitiva de las hostilidades no ha pasado de ser un buen propósito, en el mejor de los casos.
Debe recordarse que en marzo pasado, el propio Santos había ordenado suspender los bombardeos contra el grupo rebelde, en medio de las conversaciones de paz que se llevan a cabo en La Habana; esa medida, sin embargo, fue revertida un mes después, tras un ataque de la guerrilla que dejó un saldo de 10 militares muertos y 21 heridos.
Ahora, ambas partes vuelven a dar muestras de distensión y entendimiento, elementos imprescindibles si lo que se busca es poner fin al conflicto armado más antiguo del continente.
Acaso el saldo más revelador y positivo de este complicado proceso de paz es que, a pesar de todo, las pláticas se mantienen y han avanzado. Lo anterior demuestra una saludable cuota de realismo político por parte de ambos bandos, así como conciencia histórica de las rutas que han tomado procesos de paz similares en la región, como el guatemalteco y el salvadoreño, en los que la persistencia del clima de guerra es un elemento inevitable y hasta inherente a las negociaciones de paz entre gobiernos y organizaciones guerrilleras.
Precisamente para salvaguardar esos avances y muestras incipientes de un entendimiento mutuo, sería deseable y necesario que el alto al fuego decretado por las partes en esta ocasión se cristalice en un acuerdo más estable. Hasta ahora, la determinación del gobierno de Juan Manuel Santos para negociar con las FARC es sin duda positiva, pero insuficiente, pues hace falta que Bogotá ofrezca garantías creíbles a su contraparte para que dicho proceso no desemboque en el fracaso, como ha ocurrido con intentos anteriores, y que muestre disposición para colocar, en la mesa de diálogo, perspectivas de solución real a las causas profundas del conflicto colombiano.
A fin de cuentas, más allá de la campaña sistemática de demonización de las FARC y sin soslayar que esa organización ha incurrido en prácticas condenables, si algo ha alimentado su supervivencia durante más de medio siglo es, precisamente, el descontento social que recorre Colombia como consecuencia de la desigualdad, la miseria y la marginación que enfrentan millones de habitantes en aquel país, particularmente en sus entornos rurales.
Con todo y las dificultades previsibles en el camino a la desactivación del añejo conflicto, el anuncio de que el gobierno y la guerrilla colombianos suspenderán sus acciones bélicas renueva el ambiente proclive para lograr una pacificación real y duradera en Colombia.
Cabe esperar que tanto las FARC como el gobierno sean capaces de aportar gestos de buena voluntad, que el diálogo avance y fructifique en acuerdos duraderos.