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Su muchacho
El plato se desliza de sus manos y cae en el fondo de la
tarja pero no se rompe. Ella lo mira sorprendida. El
golpe no sonó en el aire. Bajo el débil chorro de agua, se
crispan un momento los dedos y luego se cierran en dos
puños jabonosos y morenos. Inclina un poco la cabeza.
La garganta siempre seca, los brazos doloridos de insomnio
y de trabajo, en los oídos un zumbido de huesos y
palabras rotas. El día que iba asido a lo poco que le queda
de rutina de pronto se detiene y arde en la piel desde la
frente hasta el compás de los talones un manto de calor
que la envuelve y la reduce, una punzada de frío que la
cruza y la deja temblorosa y abatida. Está sola en la cocina
y el mundo afuera está en lo suyo, lejos, erguido en otra
parte, absorto en el cauce de su sed y de sus hambres, su
recóndito mandato de molécula y mirada, carne y aliento
en cada uno con la urgencia de sus cosas. Levanta la cabeza.
El plato debió romperse, hacerse añicos y tajar el
aire quieto, soplar el viento que desatara un grito en su
silencio. Está en el fregadero, el delantal mojado en el
vientre y las manos resbalosas, con un dolor ubicuo que
la plasma desde adentro y nada tiene de divino, que la
pule y envejece con su furia. Hace nueve meses, que son
nueve años y también de golpe nueve siglos que son
los nueve últimos segundos de nueve veces el fondo
de una sola noche del infierno, que no cesa en la plaza el
martilleo de la lluvia, que no basta la blancura de la cal
sobre la sangre. Cierra la llave del fregadero, se seca las
manos con el delantal y sale al patio. Da unos pasos. Se
vuelve a secar las manos. Su muchacho, que no es uno
sino seis, que son antes y después cuarenta y tres que ya
son una muchedumbre, se le figura en todas partes y ella
nunca está en alguna que lo alcance, nunca termina de
quedarse su perfil en el recodo de un camino, nada lo
retiene y todo a sus ojos lo contiene. Y va y pregunta y
busca, dice su nombre de familia, sus hábitos y modos,
presenta sus papeles oficiales, sus números y sellos y huellas
digitales y muestras de cabello; señala el lunar en la
mejilla, dibuja la cicatriz en el tobillo, esgrime las boletas
de la escuela, y cada vez en el pecho sudoroso a quemarropa
le retumban una vieja indiferencia apenas simulada,
un tinglado de absurdos y versiones que sitian la
razón y a ella no le dan razón de causa o paradero. Se curvan
los muros del patio bajo el peso minucioso del vacío.
El plato debió romperse, insiste, hacer su ruido fresco de
traste viejo en el aire que atenaza las sienes de los días,
dejar sus trizas destellando en el arraigo de las sombras
desde entonces, cortar con sus pedazos y filos diminutos
el grueso telón que tiende la violencia en todas las
ventanas, para que volviera a casa en ese instante el contorno
rutinario de las horas, las sábanas tendidas en el
patio al mediodía, el rumor de voces y el calor de los
rincones al caer la tarde, el día de nuevo día, la noche
sólo noche, la mesa de palo en la cocina, los libros, su
muchacho.
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