na de las hermosas virtudes del Marché de la Poésie, en París, es su pequeñez. Al contrario de los monstruosos salones y ferias del libro o del arte, las cuales se organizan a lo largo y ancho del planeta, sobre todo en Europa y el continente americano, donde las cifras de público, ventas, beneficios, exponentes, libros o cuadros aplastan con su peso tanto la belleza como la posibilidad de extravío, el contenido y significado de esas obras.
El gigantismo no es acaso la mejor manera de permitir acercarse a lo que es único: la obra maestra, monumento catedralicio o joya biselada por el orfebre. ¿Cómo puede un lector escoger unas líneas entre millares de libros? Los visitantes recorren sus corredores con prisa, perdidos entre el gentío del cual forman parte, en una carrera maratónica.
Personal, el Marché de la Poésie, el cual cumple en esta ocasión 33 años, tiene lugar durante junio, avanzado este año una decena de días, pues era costumbre celebrarlo a la llegada del verano, con la fiesta de la música, acompañada de algunos buenos aguaceros.
Bajo la imponente fachada de la iglesia de Saint-Sulpice coronada por sus dos torres, alrededor de la fuente al centro de la plaza, se levantan los puestos provisionales de los exponentes, un estrado para presentaciones y recitales, restaurante venido del sudoeste de Francia, el Perigord, una de las regiones consideradas por la calidad de su gastronomía.
Día canicular el de la inauguración, Jacques Bellefroid y yo decidimos ir hacia finales de la tarde. Entramos al pequeño laberinto de puestos y, como los otros visitantes, nos perdemos sin prisas, hojeando volúmenes aquí y allá, saludando editores, conocidos y, ¿por qué no?, desconocidos sonrientes.
El ambiente es amigable. Sentados a una mesa del bar-restaurante, platicamos unos momentos con Jean-Michel Place, fundador y organizador del Marché de la Poésie, y con Jean-Clarence Lambert, traductor apasionado de Octavio Paz.
Entablamos después una larga conversación con Jean-Paul Savignac, experto de la lengua céltica de Galia, antiguo pueblo europeo situado al norte de Italia y del valle del Danubio, conquistado por Julio César. Esta conquista permitió a Roma imponer el latín en el territorio que es hoy Francia. El galo no es hablado, hoy día, ni siquiera por una pequeña comunidad, como lo es el náhuatl. Llega a nuestra charla Carlos Montemayor: cómo escogió entre la música o la literatura, y entre el helenismo de la antigua Grecia o culturas prehispánicas.
Cae la noche, el cielo pasa por el matiz del azul más profundo antes de ennegrecer por completo. Las estrellas titilan su luz y tiritan acaso de frío en su infinita soledad.
Una última caminata, para salir de la plaza entre los puestos, vacíos, hace preguntarse si el lugar de la poesía es un mercado. Si lo fuera, ¿sería diurno o nocturno? Silencio o voces. ¿Posee un lugar la poesía? ¿Un mercado, un cementerio, la calle, un campanario, un viaje en barco? ¿Cuál es ese lugar?
La pregunta correcta podría ser quizás: ¿dónde tiene lugar si acaso lo tiene? ¿En el cruce de dos miradas, en el vuelo de una alondra, en la luz que ilumina las cosas alrededor nuestro, después de millares de kilómetros de viaje, proveniente acaso de una estrella ya muerta, en una brillante gota de lluvia que escurre de la hoja de un árbol?
Es curioso constatar que, en una época por completo materialista, cualquier ocasión es favorable para utilizar la palabra mágica de poesía
. Incluso la publicidad se la apodera para vender productos industriales. A veces el resultado es positivo; a veces desafortunado.
Cabe preguntarse con tristeza si este homenaje a la poesía no es como la bendición que se da a una difunta. Por suerte, la fiesta de la plaza Saint-Sulpice nos prueba que la difunta está bien viva.
El lugar de la poesía es, acaso, a la vez visible e invisible: ¿no aparece y desaparece en un parpadeo? Un instante que retorna en un círculo vicioso y perenne.