n los últimos 20 años nacieron en México más de 25 millones de personas. La demografía no es un asunto opcional. Esta es una variable en la que se debe anclar la discusión sobre la economía, su dinámica y sus posibilidades. La proporción de la población de hasta 19 años de edad es ya menor que la de aquellos entre 20 y 60. Y esta transición cambia de modo radical la forma de concebir esta sociedad y sus problemas.
Esos mexicanos nacidos desde 1995 y los mayores que ellos tienen necesidades muy diversas pero, eso sí, con una exigencia de renovación constante y de un mejoramiento decisivo. Se trata –de modo no exhaustivo– de vivienda, educación, salud, provisión de agua, recreación, empleos, ingresos de las familias y luego las pensiones. En todos estos casos las deficiencias y los rezagos son notorios y no tienden a absorberse. Al contrario. Las condiciones en todos los casos están bien documentadas.
Los conflictos que se exhiben en estos campos no pueden más que ir en aumento. Hoy, el más evidente de ellos gira en torno a la flamante reforma educativa promovida por la actual administración y aprobada como ley por el Congreso. Está en un momento de crispación y de crisis por el enfrentamiento con parte del magisterio, que ha puesto a la SEP contra las cuerdas. Los otros son latentes, pero no por ello menos acuciantes. La atención a la salud es un asunto potencialmente explosivo, el sistema de pensiones no lo es menos.
Cómo se satisfaga todo el caudal de necesidades en una dimensión espacial y temporal, sea por medio de la acción del gobierno o del mercado, es debatible pero no es una cuestión que puede barrerse debajo de la alfombra. La política pública no está concebida para tratar de modo estratégico estos problemas y la participación del sector privado no se orienta tampoco en esa dirección ni en materia de negocios, ni de la promoción ideológica que hacen algunas de sus potentes organizaciones.
La fuerza laboral del país es de alrededor de 53 millones de personas (de 12 años y más que están ocupados o buscan ocupación). De ellos, casi 60 por ciento están en la informalidad. El PIB informal equivale a 40 por ciento del que se produce en el sector servicios, 18 por ciento en el comercio, 13 por ciento en las manufacturas y gran parte del sector agropecuario.
Esto tiene una expresión en la calidad de los empleos, que tienden a ser crecientemente de naturaleza más precaria. Dos terceras partes de los que están ocupados percibe un ingreso mensual de hasta tres salarios mínimos y cerca de 10 por ciento tiene un ingreso mensual menor a un salario mínimo. Más de la mitad de la población no está asegurada ni afiliada a los servicios de la seguridad social. La política fiscal que se aplica ahora no tiende a reducir la informalidad y junto con la política laboral tampoco aumenta la cobertura de los servicios sociales. No debe asimilarse el número de afiliados al IMSS, por ejemplo, con la creación de nuevos puestos de trabajo.
La ley del impuesto sobre la renta ha encarecido la nómina para las empresas. Crear un negocio es sumamente engorroso y está lleno de trámites y corruptelas. Según una encuesta del Inegi, en México 36 de cada 100 negocios mueren antes de llegar al primer año de operación, 64 antes del quinto y 80 antes de 10.
Hay que apuntar al tema de la coherencia de las políticas públicas en cuanto a las cargas que impone y los estímulos que crea para elevar la inversión total, el empleo y los ingresos. La mitad de la demanda total de la economía corresponde al consumo privado. Si éste no se alienta de modo decisivo, es muy difícil provocar una recuperación de la actividad productiva y el aumento de los ingresos de los hogares. La inversión equivale sólo a 16 por ciento del PIB, nivel muy reducido para el tamaño y ubicación geográfica del país y sus pretensiones. Es incongruente con la enorme apertura comercial y financiera que se ha instaurado desde hace 20 años.
Pero tal coherencia no se da; el gobierno busca denodadamente elevar la recaudación, aunque la efectividad del uso de esos recursos es muy reducida. Las finanzas públicas siguen petrolizadas y con un sector petrolero encogido y en proceso de privatización. Las cuentas no salen. La productividad total de la economía no aumenta. El nivel de crecimiento de largo plazo es crónicamente muy bajo.
Y dicho esto, la economía mexicana es enormemente rentable para aquellos sectores que se han ubicado en una posición privilegiada en el mercado y en la que reciben grandes rentas. Estas rentas, aun en el marco de la supuesta competencia en distintos sectores que deberían ser consecuencia del paquete de las reformas que marca la gestión de este gobierno, no van a desaparecer, puesto que se reconfigura en una nueva división de los mercados más lucrativos. Eso ya está a la vista, ahora que las reformas se están implementando. De detalles está hecho el infierno.
Centrar la atención, como se hace desde el gobierno, las grandes empresas y sus organizaciones, en cada mínimo movimiento de las variables productivas o financieras es una distracción. No por ser irrelevantes, sino que exigen otro tratamiento. Ese debate esconde las contradicciones de este sistema social y político, en el que sólo puede generarse una economía altamente concentrada en cuanto a sus beneficios y sin capacidad (¿ni necesidad real?) de mayor expansión.