urante el pasado fin de semana, con motivo del Día Mundial de los Refugiados, diversos mandatarios, funcionarios y personalidades del mundo formularon señalamientos diversos sobre las circunstancias críticas que enfrentan en el planeta unos 60 millones de personas desplazadas por los conflictos armados y otras formas de violencia. En Europa occidental ha ido abriéndose paso la noción de que los desplazados por las asimetrías económicas globales deben ser considerados refugiados, tanto como los que huyen de las guerras y la persecución. Ilustrativa de este hecho fue la conferencia conjunta que sostuvieron ayer en Roma el primer ministro italiano Matteo Renzi y el presidente francés François Hollande, en la que ambos reconocieron que la llegada masiva de migrantes de África y Medio Oriente a la Unión Europea es un asunto complejo que atañe a todos los países que forman parte de ese bloque y debe ser enfrentado con solidaridad y responsabilidad
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En contraste, en Estados Unidos, el presidente Barack Obama centró su discurso en quienes huyen de conflictos bélicos, pero evitó referirse a quienes cruzan fronteras en busca de trabajo, como ocurre con la gran mayoría de los extranjeros que buscan asentarse, temporal o definitivamente, en el país vecino.
El que puso el dedo en la llaga fue el papa Francisco, quien declaró ayer en Turín su rechazo a que los viajeros sean tratados como mercancías
, y expuso: si la inmigración aumenta la competencia (económica), no se puede culpar (a los migrantes) de ello, porque son víctimas de la injusticia, del rechazo económico y de las guerras
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En efecto, las fronteras del mundo contemporáneo están definidas ya no tanto como mecanismos de protección de seguridad, territorios o mercados, sino como válvulas de control de los flujos migratorios causados por las desigualdades que el propio modelo global ha impuesto entre países. En ese contexto, la mano de obra migrante es vista, precisamente, como una mercancía, y no sólo por los factores económicos formales (industria, comercio, servicios), sino también por corporaciones delictivas que hacen negocios con el tráfico de personas y que se articulan con la economía legal de una manera mucho más intensa y regular de lo que los gobiernos se atreven a admitir.
En tales circunstancias resulta imperativo, por un lado, reconocer sin ambigüedad que los migrantes económicos son refugiados de la economía y que deben, en consecuencia, recibir el mismo trato que se otorga a quienes huyen de las guerras y de las amenazas violentas; por el otro, resulta impostergable que, así como actualmente los gobiernos negocian en secreto tratados comerciales favorables a los capitales y nocivos para las poblaciones, se involucren en la elaboración de regulaciones migratorias generales y vinculantes que aseguren los derechos, la dignidad y la seguridad de las decenas o centenas de millones de personas que pasan de un país a otro por razones de supervivencia.
En el ámbito del mercado laboral, tales tránsitos masivos, en vez de ser considerados un problema, debieran ser vistos como una solución a los desequilibrios económicos mundiales. En su configuración actual la economía global requiere de menos regulaciones y de mayor libertad de tránsito. En tanto no se actúe en consecuencia, millones de seres humanos seguirán siendo víctimas inocentes de maltrato, tráfico, explotación y accidentes en travesías terrestres o marítimas extremadamente peligrosas.