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Chiconcuac
C

asi todos los capitalinos de más de 40 años estoy segura que alguna vez tuvieron un suéter de Chiconcuac. Eran de pura lana, en tonos naturales, generalmente color beige, con adornos en gris oscuro o café. Un tanto burdos y pesados, protegían del frío como ninguna otra prenda. También había jorongos y tapetes. Llegaron a tener fama internacional, particularmente los que tejían las familias Venado, Rosales y Delgado, que eran de gran calidad y belleza.

Fue célebre una fotografía de Marilyn Monroe en una playa, vestida únicamente con un suéter de Chiconcuac, que adquirió personalmente en una visita a la población. Ahí está la imagen junto a las de otras celebridades que las portaban: Charlton Heston, Diego y Frida, entre muchos otros.

Chiconcuac se encuentra muy cerca de la ciudad de México, a un lado de Texcoco, en el estado de México. La tradición tejedora de la población se remonta a la época prehispánica en que se tejían mantas y petates. Después de la conquista fray Pedro de Gante aprovechó la gran sensibilidad que ya existía en los tejedores y se dice que les enseñó el uso de las cardas, el torno y el telar de pedal para el tejido de la lana.

Actualmente ya son muy escasos los artesanos que realizan esas prendas de lana, ya sea cobijas en los rústicos telares de madera o suéteres tejidos con agujas o gancho.

Afortunadamente, el ingeniero Sergio Delgado conserva una tienda en la calle Hidalgo 11, donde todavía se consiguen suéteres, jorogos y tapetes realizados por miembros de la familia, muchos de ellos verdaderas obras de arte.

Chiconcuac tiene un activo Consejo de la Crónica que ha publicado varios libros que recogen la memoria histórica de la población. Entre la rica información sobresalen los testimonios y fotografías de los antiguos tejedores. Es conmovedor conocer el extenuante trabajo que había detrás de la creación de cada tapete o vestimenta. Prácticamente toda la familia participaba, ya que es un proceso muy elaborado, que iniciaba desde escoger la lana, limpiarla y remojarla en tequesquite. Al día siguiente se llevaba al río a lavarla. De regreso se ponía a secar, después se le golpeaba con una vara de membrillo para separarla. Luego venía el cardado, el urdido y no sigo porque se va en ello toda la crónica, pero aquí expreso mi admiración a los autores de ese trabajo.

Otro tesoro de Chiconcuac es su gastronomía. El generoso Consejo de Cronistas nos agazajó con un festín que les quiero compartir. En el hermoso jardín de la casa del presidente del consejo, Rodolfo Márquez, en una cocina al aire libre, las señoras preparaban la comida en grandes cazuelas de barro. Menú: sopa de alverjón con nopales y xoconostle en guajillo, mole con xocotamal, tortas de ahuatle, que es hueva de mosco de laguna en salsa verde, tamales blancos y de frijol, tortillas de maíz azul hechas a mano, rellenas de quelites cenizos, huitlacoche y quintoniles. Postre: macuacua, que no van a imaginar lo que es: frijol ayocote, alverjones, habas con cáscara y bolitas de masa en un caldo de piloncillo. El acompañamiento, un buen pulque.

Antes de hacer las compras de los artículos de lana, hay que darse una vuelta por la Plaza de la Constitución, donde se levanta la colorida Parroquia de San Miguel Arcángel, con su atrio bardeado, una original decoración que muestra grandes leones petacones, ángeles y personajes con botas. La construcción original del siglo XVIII ha tenido muchas modificaciones, entre otras, se le agregó una torre para colocar el reloj municipal, que, comentan, es gemelo del famoso de Pachuca. El interior tiene una profusa y refulgente decoración tipo barroco, que han realizado las mayordomías a lo largo del tiempo.

Chiconcuac conserva su tradición de hacer ropa, que ahora es de todo tipo y de fibras sintéticas. Los martes y los fines de semana se instala un gran mercado con decenas de puestos y llegan cientos de compradores de muchas partes de México a adquirirlas, y de paso saborear la comida del lugar.

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