Opinión
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EU, un Estado violento
E

n reacción a la masacre perpetrada el pasado miércoles en una iglesia de Charleston, Carolina del Sur, el presidente estadunidense Barack Obama volvió a referirse a uno de los temas pendientes de su administración: la necesidad de regular la venta de armas en su país, donde cada día más de 80 personas mueren por disparos de armas de fuego. El mandatario dijo que ha tenido que hablar sobre este problema demasiadas veces y lamentó que gente inocente muera porque alguien con intenciones de hacer daño tuvo fácil acceso a una pistola o a un rifle.

Aunque los asesinatos con armas de fuego son lamentablemente comunes en Estados Unidos, la masacre cometida contra la Iglesia africana metodista episcopal Emanuel tuvo la grave singularidad de ser un inequívoco crimen de odio, perpetrado por un blanco contra una congregación religiosa afroestadunidense y con plena intención de dañar a los miembros de esta minoría. En un año marcado por las protestas masivas contra los homicidios de jóvenes negros a manos de policías blancos, el crimen del miércoles puede ser una señal de fortalecimiento de viejas ideologías de odio, soterradas por la corrección política pero nunca erradicadas de la mentalidad de muchos integrantes de la mayoría anglosajona en el país vecino.

El hecho es que, causadas por distintas motivaciones, estas masacres se repiten periódicamente en jardines de niños, iglesias, centros comerciales, universidades e incluso instalaciones militares de Estados Unidos. Ante esta realidad, Obama instó a sus conciudadanos a reflexionar por qué esa violencia masiva no ocurre con tan alarmante frecuencia en otros países desarrollados. Esta interrogante evoca y actualiza la que expresó su antecesor en el cargo, George W. Bush, tras los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001: ¿Por qué el mundo odia tanto a Estados Unidos? En el fondo, la pregunta formulada por el político demócrata es por qué los estadunidenses se odian tanto a sí mismos.

Hay una respuesta que tanto Obama como Bush, así como la clase político-empresarial y amplios sectores de la sociedad estadunidense, se niegan a reconocer: la superpotencia es un Estado estructuralmente violento, donde el uso de la fuerza como mecanismo de resolución de diferencias es puesto de ejemplo para todos los ciudadanos. Ningún país en la historia humana ha sido responsable de tantas agresiones, directas o indirectas, contra otras naciones: invasiones militares, bombardeos, ocupaciones, patrocinio de actos terroristas, sabotajes, bloqueos, desestabilizaciones, asesinatos selectivos y secuestros extrajudiciales forman parte de los métodos con que Estados Unidos ha impuesto sus intereses en decenas de naciones de África, Asia, Europa y América, incluido México en varias ocasiones.

La barbarie bélica hacia el exterior tiene un correlato doméstico en el uso desmedido, abusivo e impune de la violencia por parte del Estado hacia los ciudadanos y colectividades. Si en una nación democrática el recurso a la violencia legítima ha de entenderse como práctica excepcional y extrema de gobierno, las instancias de poder federales estatales y municipales del país vecino la han convertido en común, cotidiana y hasta regular, y va desde la epidemia de homicidios policiales ya mencionados hasta la criminalización de sectores completos de la población, como lo exhibe claramente el desproporcionado porcentaje de imputación y encarcelamiento de negros y latinos.

En este contexto no es casual el armamentismo ciudadano desenfrenado e incluso paranoico: tal fenómeno refleja el sentir de extensos sectores sobre la supuesta legitimidad de los métodos violentos. Ello explica que las armerías registradas reciban anualmente, en promedio, más de 16 millones de solicitudes de compra de armas de fuego. Paradójicamente, las instituciones de gobierno se muestran mucho más preocupadas por combatir el terrorismo externo que por poner freno a la insaciable adquisición, en su territorio, de artefactos para matar, pese a que los estadunidenses tienen una posibilidad entre 22 mil de ser asesinados por un compatriota con un arma de fuego y sólo una entre 3.5 millones de ser víctimas de un ataque terrorista.

Ante la más reciente tragedia, Obama abordó el problema del armamentismo en forma rutinaria y formalista. Aunque su señalamiento es en esencia correcto, carece de credibilidad porque lo formula en el último tramo de su gobierno, con un Congreso adverso y una capacidad de convocatoria erosionada y declinante.