ace muchos años vi a Ramón Vera a lo lejos. Aunque eran los de mi infancia, yo estaba por esos rumbos de casualidad y, al mirarlo como en un celaje, me pareció que el azar me hacía uno de sus hermosos regalos. Caminaba por la ribera de lo que había sido el delta de la Laguna del Meco, en Villahermosa. Aunque pasaron muchos años desde la última vez, nos sonreímos como si nos hubiéramos visto el día anterior. Había llegado la víspera aprovechando unas horas sueltas para abrazar a los míos y él regresaba de la Moskitia, en la frontera entre Honduras y Nicaragua, donde había pasado meses y meses moviendo el mundo para que los hombres y mujeres miskitos pudieran mantener la vida de sus comunidades. Había enfrentado a las armas de ejércitos mercenarios con la inteligencia y la palabra. Nos guarecimos del calor y hablamos y hablamos por horas. Afuera llovió, la tierra se secó, volvimos a escuchar el aguacero como sólo en las tierras del trópico se oye y las palabras nos seguían envolviendo. No recuerdo si fueron horas o días, hablamos como si nuestras voces fueran el torrente de un río, las veredas de una historia repetida en algún lugar del mundo una y mil veces. Esas palabras dichas, como siempre en nuestra conversación, nos reconfortaron y pudimos despedirnos y seguir nuestros caminos, como siempre, hermanados. En veredas.
Pasaron los años y para narrar esa experiencia en la Moskitia y muchas otras de su vida Ramón Vera escribió Veredas, historias en los filos del mundo en una edición de Itaca. Allí se lee que “caminar una vereda es recorrer el rastro de pasos anteriores… Vivamos o no en ese territorio, buscamos entender lo que de misterio hay en esos trazos de sendero. A quien los camina a diario, mucho le hablan, porque las veredas son la huella de infinitos encuentros. Tal vez por eso se llamaban veredas las comunicaciones que llevaban los correos a pie, cruzando lomas, quebradas, bosques y campos sembrados para llegar a su destino. En Colombia le dicen veredas a las comunidades rurales, reconociendo quizá lo que de camino somos cada uno. Veredas en el sertón brasileño también son los brazos de agua, los arroyos, las caídas que forman valles entre esos torrentes”.
Ramón Vera agavilla así 48 historias vividas en las universales veredas del mundo. De la vida campesina al tránsito de la migración, de la poesía a la música, la narración acompaña a la voz y nos cuenta sus cuentos. Uno de los momentos cumbres de este ramo de historias es Liverpool, que por vez primera nos lleva de la mano a entender cómo en las calles de este puerto que nos llega desde el mundo medieval se fueron tejiendo historias de esclavos africanos, inmigrantes caribeños, obreros en paro, salitre y vida, mucha vida. Liverpool ha sido y es una ciudad de mestizaje, en resistencia. El puerto arrastra tradiciones de los cantores wollof y de caminantes celtas
. “El blues se coló desde las barracas y vecindades y por la radio… Detroit y Chicago. Los modos medievales se tiñeron de ritmos africanos y las baladas antiguas los hicieron reconocerse”. Allí nacieron Los Beatles. Recorriendo Liverpool uno entiende que el espacio que los produjo es un sitio de encuentro entre los descastados
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Esta música cambió nuestro mundo. Y la recuerdo pues, como dice Tom Waits, “son vasijas extrañas, las canciones,/ se mueven aprisa… y si no las atrapas/ siguen su camino”. Y creo que uno debe atrapar todas y cada una de las vasijas que nos llegan a las manos y los sentidos desde Hasta la raíz, de Natalia Lafourcade. Allí, en 12 canciones, el amor ido y el amor nuevo, renacido, corre como espuma en el agua del manantial, del río, del mar.
La música y la lírica de Natalia Lafourcade tiene la gracia de lo sencillo siendo inmensa y sofisticada. Canta a los idos y le da la bienvenida a los recién llegados con sus banderas al viento y a corazón abierto. Sobre sutiles ritmos de son, dos de las obras de su disco irradian sentimientos para repartirlos como lluvia en los patios y jardines de nuestras almas. Hasta la raíz, que otorga nombre al disco y Vámonos, negrito. La primera reza: Sigo cruzando ríos,/ andando selvas,/ amando al sol. Cada día/ sigo sacando espinas/ de lo profundo/ del corazón. En la noche/ sigo encendiendo/ sueños, para limpiar con/ el humo sagrado cada/ recuerdo
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De repente, una noche, ella me llamó para decirme: escucha, es un himno. “Vámonos negrito,/ a caminar por la vereda./ Que yo tengo tantas/ cosas que contarte de/ mi tierra…. En mi tierra se respira puro aroma de alegría… Y en sus ojos deposito la esperanza de mis días… Paso a paso y despacito./ Llévame hasta donde quieras./ Que yo bailo con tu/ ritmo sin temer lo que/ suceda.” Como sucedió una media noche, sin temer, que nos bailó ese ritmo y esa voz en la Gran Vía, de manera tan intensa y poderosa, que nos hizo levitar.
LasVeredas, de Ramón Vera y de Natalia Lafourcade, hoy se cruzan. Son ofrendas de confianza, saberes, cuentos, versos, ríos, sueños. Se escurren de frases que se dicen al pasar o pueden ser murmullo de amantes en el alba del amanecer. En su grandeza, comparten la luz de aquéllas que iluminan un espejo que invita a quebrar el silencio para crear, con nuestros pasos compartidos, las veredas de un horizonte nuevo.
twitter @cesar_moheno
para Verónica y JP