as manifestaciones de pacifistas efectuadas ayer en Tokio son un episodio más en el conflicto desatado desde hace años en Japón por los programas militaristas del primer ministro Shintzo Abe, quien no sólo ha incrementado en forma estratosférica el presupuesto de defensa, sino pretende legalizar la realización de operaciones bélicas ofensivas fuera del territorio de su país. Hace unas semanas, en la prefectura de Okinawa, miles salieron a las calles para expresar su rechazo a la instalación de nuevas bases militares estadunidenses allí.
Como se recordará, desde 1947 la constitución japonesa establece que las fuerzas armadas del país deben tener un carácter de estricta autodefensa, les prohíbe realizar operaciones en otras naciones y señala expresamente que el pueblo japonés renuncia a la guerra como derecho soberano de la nación y a la amenaza o al uso de la fuerza como medio de solución en disputas internacionales
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Tal estatuto es consecuencia de la catastrófica derrota sufrida por el imperio japonés en la Segunda Guerra Mudial –ha de recordarse que la nación asiática es la única en el mundo que ha experimentado un bombardeo atómico– y que en los 70 años transcurridos desde entonces, el antimilitarismo se ha convertido en uno de los consensos nodales de la sociedad.
Sin embargo, los sucesivos gobiernos han ido reconstruyendo lentamente la industria militar y han elevado las adquisiciones de equipos bélicos hasta convertir a Japón en uno de los países con mayor presupuesto militar en el mundo.
Las autoridades han alegado que deben contrarrestar de alguna manera las supuestas amenazas que representarían China y Corea del Norte, argumento poco sólido si se considera que Japón, al igual que Corea del Sur, se encuentra bajo la incuestionable protección del paraguas militar estadunidense y que Washington no toleraría un ataque en contra del archipiélago nipón.
Las verdaderas razones del rearme y del creciente militarismo japonés están en otra parte. Por un lado, los grandes capitales del país asiático, un gigante industrial y financiero, desean participar activamente en el mercado global de armas y equipos militares, en el que hacen negocios los más importantes capitales de Estados Unidos y de Europa. Y como ocurre en el propio caso estadunidense, en el francés, el sueco y el británico, las exportaciones de armamento requieren que los equipos a vender sean comprados en primer lugar por los gobiernos de las naciones en las que se originan.
Adicionalmente, Washington ha venido impulsando la reconversión militar japonesa desde el 11 de septiembre de 2001, no sólo para hacer de Japón una suerte de mecanismo de contención regional de Occidente frente a China y Rusia, sino también para lograr su participación en las aventuras bélicas de corte neocolonialista emprendidas por la Casa Blanca tras los atentados contra las Torres Gemelas y el Pentágono. Con el envío de tropas japonesas a Irak, en 2003, Washington y sus aliados de Tokio sentaron un precedente que hoy se pretende convertir en una situación legal y habitual.
Ciertamente, parece por demás improbable que a estas alturas la nación japonesa involucionara hasta adquirir la forma de un imperio militarista y expansionista tan despiadado y atroz como el que fue derrotado hace siete décadas. Pero las carreras armamentistas, los procesos de conformación de poderío bélico y lo que Dwight Eisenhower llamaba el complejo industrial-militar
tienden a imprimir su propio curso al conjunto de las economías y de las sociedades, y tal curso desemboca, invariablemente, en la guerra. Cabe esperar que la sociedad japonesa sea capaz de detener a su gobierno y de impedir, con ello, que el país oriental se vea envuelto de nuevo en un conflicto bélico.