De quienes se lo llevan a la boca
or qué quienes se llevan el pan (o las tortillas) a la boca no piensan en lo que hay detrás de ese bocado: de qué lugar viene, de qué semilla, de qué trabajo –en esfuerzo y horas–, de qué política gubernamental aplicada a la producción, la distribución y el consumo, última fase del ciclo en el que debería conocerse la calidad, los ingredientes y las propiedades que contiene lo que comen? ¿Por qué el consumidor no se pregunta sobre el precio que le cuesta medido en el tiempo que debe invertir de su propio trabajo –el que sea que haga– para evaluar ese bocado y los otros que proporciona a las personas que dependen de él?
¿Por qué quienes ingieren esto o lo otro no se preguntan sobre el efecto que hace en su organismo cada cosa, pareciendo no reparar en el estado que les deja en su estómago e intestinos lo que comieron y tampoco parecen advertir la forma que va adquiriendo su cuerpo ni la cantidad de energía que les da un tipo de comestibles u otros? ¿Será que la sensación de hambre en un estómago vacío se ha vuelto el único parámetro de los mexicanos (y de muchos otros habitantes del planeta) para adquirir lo que comen, y su criterio predominante es la cantidad que se obtiene por las mismas monedas, vengan de donde vengan?
¿Será que nos ganaron la voluntad los mercaderes de falsos alimentos, falsos porque con ellos no alimentan el cuerpo, sólo lo llenan, y falsos porque sustituyen con productos químicos los sabores, aromas y propiedades que dieron origen a las cocinas en el mundo y fundaron culturas varias veces milenarias, basadas todas en el principio de que la medicina del cuerpo y del alma son los alimentos?
¿Por qué nuestro pueblo no asocia el deterioro del campo, cuyos frutos aún rememoran con nostalgia, igual que los platillos que abuelas y madres preparaban con ellos, a un despojo venido desde lo alto y por la fuerza, y en cambio vinculan la oferta urbana de las grandes cadenas trasnacionales con el éxito individual? ¿Por qué los más desfavorecidos económicamente prefieren someterse dos veces por un gansito marinela: sometiendo su memoria del gusto –que preferiría un taco de barbacoa– y sometiendo su dignidad y criterio para escoger su futuro a través de sus propios dirigentes?
¿El pueblo mexicano tiene miedo, o tantos siglos de humillaciones lo volvieron un pueblo sinceramente convencido de un fatalismo según el cual su lugar está por debajo de otro pueblo mexicano que es al que corresponde manejar el dinero, ejercer el poder y mostrar con derecho pleno un racismo-clasismo hacia el primero?
Si no fuera así, ¿por qué el Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación habría de editar un difundido cartel con las fotografías de distintos tipos de personas, por su edad, vestido y color, sin que haya una sola representación de un o una indígena mexicanos?
Si no fuera así, ¿por qué quienes imaginan al pueblo mexicano sin sus fundadores históricos, seguirían obteniendo gracias al voto los privilegios del poder, el manejo del dinero y el derecho a discriminar, que ejercen tantos políticos de diferentes partidos?
¿Cuándo despertarán quienes se llevan la tortilla adulterada con maíz transgénico, exceso de olote y cal, a la boca? Esos que ya no ven crecer en sus campos el buen maíz de antaño, con su frijol enredado, su alfombra de calabazas y quelites, su enrejado de chayotes y tomates, sus cercas de nopales o magueyes, cuyos patios están vacíos de guajolotes, gallinas, patos y cerdos, y secos los pastos adonde los pastores llevaban borregos y cabras.
¿Cuándo se sacudirán el yugo los hombres del campo y liberarán a sus hijos que antes iban a la escuela que tenía, cierto, un solo maestro para varias edades, pero que hablaba su lengua y como conocía su historia y costumbres colaboraba a mantener la dignidad de su pueblo? ¿Cuándo liberarán a los niños que antaño ayudaban recolectando chapulines y mazorcas, de su condición de miniobreros en las minas abiertas con la complicidad del gobierno en sus propias tierras, explotadas por nacionales y extranjeros, tan invisibles como los salarios que los padres reciben por el trabajo de los menores?
¿Cuándo lograremos todos juntos enlazarnos de los brazos y levantarnos como una sola ola, en un tsunami de indignación, pero sobre todo de voluntad, para transformar la playa donde se ofrece nuestro dinero al capital global y en cuyas márgenes dormitan en sus laureles los elegidos una vez más para hambrear al pueblo trabajador y acorralarlo con la amenaza –o el ejercicio– del uso de la fuerza? Levantarnos para despertar al pueblo mentalmente reducido al dudoso ascenso existencial de ser parte eventual de un show televisivo, o de recibir algún día un apretón de manos o un beso de un artista o un político de altos vuelos.
No sólo de pan se vive cuando quienes se lo llevan a la boca son indiferentes a su sabor y componentes, a las condiciones en que se produjo, a quienes no lo tienen a su alcance y al esfuerzo que todos debemos hacer para obtenerlo. Porque el indiferente a todo ello no sólo vive de pan, simplemente está muerto.