a pretendida normalidad institucional que se propala desde el discurso oficial se vio desmentida de nueva cuenta ayer, en Xalapa, Veracruz, donde un grupo de estudiantes que celebraban un cumpleaños fueron agredidos por individuos encapuchados, equipados con chalecos policiales y quienes portaban bastones, machetes y armas largas. Durante el ataque ocho estudiantes sufrieron heridas con arma blanca, además de que les fueron sustraídos teléfonos celulares y computadoras. De acuerdo con un comunicado emitido por el Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez, las víctimas son estudiantes universitarios dedicados a actividades de carácter social, integrantes de colectivos y grupos en defensa de recursos naturales
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Se trata, en suma, de un nuevo emblema de los abusos, atropellos y la violencia –sea delictiva, policial o militar– que se ha abatido sobre diversos sectores de la población, particularmente sobre sectores críticos y combativos, como los estudiantes y el magisterio disidente. En el caso de los primeros, es particularmente exasperante que el hecho de ayer haya ocurrido con el precedente, todavía fresco, de la agresión y desaparición de estudiantes de la Normal Rural de Ayotzinapa, ocurrida en Iguala en septiembre del año pasado. A pesar de la indignación social, nacional e internacional, de los pronunciamientos y de la demagogia del discurso oficial –en la cual se inscribe la declaración presidencial de que todos somos Ayotzinapa
–, ayer, en Veracruz, se asistió a un nuevo acto de barbarie en contra de estudiantes en el que podrían estar involucrados, de acuerdo con los testimonios de los hechos, presuntos integrantes de cuerpos policiales.
El denominador común de episodios de violencia como los comentados es que se saldan, en casi todos los casos, con la impunidad, la opacidad y la apuesta oficial por el olvido y el desgaste social, y se incrementa la desconexión entre la percepción gubernamental –violencia a la baja, excepcionalidad de las violaciones a los derechos humanos, fortalecimiento del estado de derecho– y las terribles realidades que padecen día a día miles de mexicanos. En tales circunstancias, agresiones como la registrada ayer en la capital veracruzana constituyen el punto central del desencuentro entre la indignación popular y la visión de las cúpulas institucionales.
En momentos en que esas cúpulas se rasgan las vestiduras para defender la realización de la jornada electoral en aquellos puntos en que persisten amagos de movimientos sociales para impedirla; cuando las autoridades parecen más interesadas en hacer pasar la página ante los hechos del 26 de septiembre en Iguala que en esclarecerlos plenamente, es necesario recordar que la democracia efectiva no sólo es un modelo de elección de gobernantes y representantes: es, ante todo, una forma de gestión de los asuntos públicos que debe apelar a la inclusión de los distintos actores políticos y sociales en la toma de decisiones. En el México contemporáneo, en suma, la principal amenaza democrática no está representada por aquellos grupos que se oponen a la elección, sino en los vicios, los abusos, la impunidad y la indolencia que se practican desde el poder político.