annes. Quién sabe cuáles serán las palancas de que goza la actriz/directora Maïwenn con la directiva del festival de Cannes, pero ya van dos películas suyas –la mitad de su filmografía– que han sido seleccionadas, sin mérito alguno, para la competencia oficial. La primera fue Polisse (2011), que parecía un programa piloto para una teleserie policiaca que nadie querría ver. Y ahora ha presentado Mon roi (Mi rey), la ordinaria historia de amor tóxico entre una tonta (la poco agraciada Emmanuelle Bercot) y un crápula (Vincent Cassel). El enamoramiento es exprés porque, sin mediar razón, la mujer cede a los teóricos encantos de un galán que, según irá descubriendo después de la boda y el embarazo, es un irresponsable con problemas de alcoholismo, drogadicción e infidelidad.
Por motivos que sólo Maïwenn podrá explicar, esa historia se alterna con la recuperación de la protagonista en un centro de rehabilitación, tras haberse roto los ligamentos esquiando. Esos segmentos no cumplen función dramática alguna, pero sirven de reposo a las incontables escenas en que Cassel se sobreactúa haciéndose el payasito o el patán, mientras Bercot reacciona en forma exagerada, como si pensara que la histeria fingida se recompensa con premios. (La misma Bercot es también la directora de La tête haute, la película inaugural de este festival. Tal vez por eso, un espectador hispanoparlante se puso a gritar ¡Nepotismo! ¡Fraude!
al final de la función de Mon roi).
En el extremo opuesto del espectro se sitúa la otra película competitiva de ayer, Carol, del estadunidense Todd Haynes. Basada en la novela de Patricia Higshmith A Price of Salt, esta historia de amor narra la cada vez más comprometida relación entre Carol, una pudiente mujer casada (Cate Blanchett), y Therese (Rooney Mara), una joven dependiente de una tienda departamental.
Filmada por el estupendo fotógrafo Ed Lachman en Super 16 mm, lo cual brinda una textura especial a las imágenes, Carol es un romance realizado con virtuosismo y elegancia. Hay escenas de la vida neoyorquina de principios de los 50 que evocan los cuadros de Edward Hopper, por ejemplo. Pero, ante todo, la película se fundamenta en las actuaciones complementarias de Blanchett, cada vez más sutil, y Mara, vulnerable pero al mismo tiempo dispuesta a todo. Contra lo que pudiera esperarse de un relato sobre una relación lésbica de hace décadas, la conclusión no es trágica, sino esperanzadora.
Si algo se puede reprochar a Carol es que su exquisitez formal es de algún modo contraproducente a la pasión. A diferencia de La vida de Adèle, la película de Adbellatif Kechiche ganadora de la Palma de Oro hace dos años, aquí no hay la sensación de que las emociones se desbordan más allá del diseño cinematográfico. En ese sentido, era más conmovedor el homenaje al melodrama sirkiano que el propio Haynes dirigió en Lejos del cielo (2002).
Si no he reportado nada de secciones paralelas como la Quincena de los Realizadores o la Semana de la Crítica, no ha sido por falta de ganas. Cada año es más difícil el acceso a sus proyecciones. Ayer, por ejemplo, intenté ver Le tout nouveau testament, del belga Jaco Van Dormael, en la Quincena, pero había una cola de interesados que daba vuelta a la esquina. Ahora sí no me he quejado del clima de Cannes. Todos los días ha hecho un sol resplandeciente. Pero eso se traduce en una espera digna de insolación. Y si uno logra entrar de milagro al incómodo y subterráneo teatro Croisette, a la salida tiene uno que remontar una interminable escalera que es una provocación al infarto. No es para tanto.
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