l gobierno del estado de México aceptó ayer la renuncia de Apolinar Mena Vargas, quien como secretario de Comunicaciones de esa entidad pidió y recibió favores privados de la empresa española OHL, la cual posee varias concesiones para operar y administrar autopistas locales como el Viaducto Elevado Bicentenario y el Circuito Exterior Mexiquense. En días recientes el ex funcionario –que fue multado con 187 mil pesos– había otorgado, por su parte, beneficios contractuales desusados y extraordinarios a la firma.
El caso se suma a escándalos corporativo-gubernamentales recientes, como las fallas que obligaron a dejar fuera de servicio buena parte de las estaciones de la línea 12 del Metro o el que terminó con el proyecto de tren rápido México-Querétaro, luego que el contrato correspondiente, por casi 60 mil millones de pesos, fue otorgado a un consorcio de empresas entre las que se encontraba Grupo Higa, que participó como único contendiente en una licitación ampliamente cuestionada.
Dos o tres de esos casos son demasiados en tan poco tiempo si se piensa en las dimensiones, costos económicos e impactos de las obras correspondientes, y los hechos hacen necesario poner sobre la mesa los temas de los procedimientos técnicos empleados para entregar contratos y concesiones de esas dimensiones y de la poca transparencia en las relaciones entre los conglomerados empresariales beneficiados y los funcionarios encargados de administrar los contratos correspondientes.
En efecto, tras la apariencia de una estricta y laberíntica regulación tecnocrática, suelen esconderse condiciones lesivas para el erario y para los ciudadanos, sospechosos favoritismos y cláusulas que permiten ventajas indebidas a los concesionarios y contratistas. Por norma, por ejemplo, cuando se anuncia el arranque de un megaproyecto como los referidos casi nunca se informa de los márgenes de utilidad que obtendrán las empresas beneficiadas, los términos precisos de operación ni el volumen y naturaleza de los recursos públicos invertidos o comprometidos.
Por lo demás, impera la percepción social de que las irregularidades que llegan a trascender a la opinión pública son sólo una pequeña fracción de cuantas se cometen con la asignación de grandes obras públicas, y ello se agrega a los muchos factores del preocupante descrédito institucional en curso.
Salta a la vista, por lo anterior, la necesidad de cambiar las reglas del juego en la asignación de contratos y concesiones y en la forma de dar a conocer a la sociedad los procesos respectivos, de modo que los mecanismos de transparencia se conviertan en una práctica sistemática de gobierno en todos los niveles y dejen de ser, como lo han sido hasta ahora en la mayoría de los casos, meras simulaciones.