Recuerdos III
iciembre 9, 1945.
Fecha histórica.
Perdurable e inolvidable.
México, era todo uno.
¿Y eso?
Ese domingo debutaba ante los mexicanos, nada más y nada menos que Manuel Rodríguez Manolete, contando yo con casi 10 años de edad.
Cómo lo recuerdo y, todavía hoy, muy intensamente.
Como lo he mencionado, vivíamos en las calles de Monterrey, a contados pasos de El Toreo, y no recuerdo bien si fue el martes o el miércoles anterior que acompañé a mi padre a darnos una vueltecita para ser testigos de, como miles de aficionados y otros tantos no aficionados, habían tomado las banquetas alrededor del coso como sus domicilios particulares, en espera de que el jueves se abrieran las taquillas para poner a la venta los boletos sobrantes.
Fogatas, puestos de comida, aguas frescas y –cómo que no– programas para la corrida en la que El Monstruo de Córdoba alternaría con Eduardo Solórzano y Silverio Pérez, en la lidia de 6 Torrecilla 6, y hasta cobijas y sarapes, un verdadero parián.
Como nunca antes visto.
Y, según se supo, la reventa abusó de lo lindo
, revendiendo boletos con valor de 50 pesos en más de mil; los de general, de 10 y cinco pesos, en 300.
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Fue una hombrada.
Manolete se presentó en la capital mexicana sin haber toreado en ningún otro coso mexicano antes de esa fecha. Estuvo, sí, en Torrecilla, tentado alguna vaquillas y paren de contar.
Fue tal la expectación que Paco Malgesto entrevistó al de Córdoba en el avión que volaba de La Habana a México. Esa entrevista la escucharon miles de mexicanos y con ello creció aún más el interés por ver al hijo de doña Angustias.
La llegada a México motivó una entusiasta recepción en el aeropuerto de Balbuena, lo que debe haber apantallado
al matador y a su apoderado Camará, por los cientos de periodistas, fotógrafos y miles de aficionados que se peleaban por estar cerca del cordobés.
Y vino el partidarismo.
Faltaban algunos días para la presentación y la colonia española se desató en elogios y en predicciones del baño que les daría a sus alternantes y locutor hubo, hermano del actor Emilio Tuero, don Arsenio, que tenía una estación radiofónica que anunciaba como la más española de México, quien aseveró que por fin se vería lo que era realmente torear.
Los de aquí no se quedaron atrás y un paisa escribió que cuestión sería de demostrarlo y que lo demás eran meras babas de perico.
¡Qué pasiones!
Inolvidable todo.
Los agasajos no se hicieron esperar y vengan comidas, cenas, brindis y buenos deseos y todo ello impresionó de tal manera al torero que, suponemos, le caló muy hondo el darse cuenta de lo que de él se esperaba, ineludible compromiso.
Tal y como fue.
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¿Y sus alternantes?
Tanto con Silverio como con Eduardo, a lo largo de los años, conversamos acerca de esa tarde. Con El Faraón de Texcoco fueron muchas sus confesiones que reflejaron su convicción de darlo todo al público que tanto lo quería y admiraba.
En aquellos años, El Compadre no habrá sido muy religioso que digamos, pero bien sabía a lo que iba a enfrentase, así que se entrevistó con un notario para que le redactara su testamento.
Un día más tarde, se confesó y comulgo rogándole a su adorada Guadalupana que lo inspirara y protegiera en cada momento de esa tarde.
Llegó la fecha y con ella el terrible compromiso que no lo dejaba en paz, así que por la mañana le dijo a La Pachis que se iba a echar una pestañita
y que únicamente lo despertara cuando llegara el mozo de espadas y nadie más.
Pero…
Serían las 11 de la mañana cuando La Pachis tocó la puerta y, con los nervios a punto de estallarle, Silverio le dijo que no lo molestara, pero ella le dijo que tenía una llamada muy importante y que era necesario que la atendiera.
Así que se puso la bata y se fue al teléfono.
–¿Quién habla?
–Silverio, soy el presidente Ávila Camacho y quiero desearle la mejor de las suertes y, a la vez, le recuerdo que esta tarde, de 4 a 6, el honor de los mexicanos estará en sus manos y confío en que no nos defraudará.
-Sí, señor, haré todo lo posible.
Colgó y el único comentario que le hizo a su esposa fue un sonoro “pa’ acabarla de chin…”
Continuará...
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