o soy partidario de escribir artículos basados en experiencias personales cuando se trata de cuestionar el poder político. Sin embargo, en esta ocasión no puedo dejar de hacerlo en tanto su significado sobrepasa la mera anécdota, situándose en la parte más siniestra de funcionamiento de una sociedad donde los caciques mantienen intacto su poder. No hace mucho, entre las colaboraciones habituales que envío a La Jornada se publicó un artículo sobre la figura del ex presidente de gobierno de la corona española, Felipe González. Eran de suponer críticas en uno u otro sentido. Debo confesar que me sentí halagado por la mayoría de ellas. Otras, las menos, recurrieron al insulto personal y la descalificación, sacando a relucir toda mi parentela.
El artículo en cuestión: Felipe Gonzalez, la impudicia de un político indecente
, se reprodujo y tomó vida propia en España. Las redes se encargaron de publicitarlo, aunque curiosamente las habituales lo ignoraron. Por alguna razón misteriosa, ninguna consideró oportuno editarlo. Cada quien selecciona y fija los temas relevantes para sus páginas web. A los pocos días, Luis Hernández Navarro escribía su columna desentrañando más los negocios del susodicho. Corrió la misma suerte: las páginas web llamadas de izquierda o progresistas españolas lo ignoraron.
Sin embargo, lo destacable está en otro lugar. La sensación de no poder hablar o levantar la voz contra quienes se han convertido en seres intocables para España y su relato transicional. El poder de Felipe Gonzalez, transformado en cacique, agarrota, frena, cualquier crítica, intimida y levanta un muro de personajillos serviles que hacen de cortafuegos. En España los caciques se han reproducido, actúan por encima de la ley con el beneplácito de las instituciones. Felipe González goza de ese estatus de gran cacique.
Tal vez desde la muerte del dictador Francisco Franco, Felipe González sea el único político intocable. Ni siquiera Adolfo Suárez o el incombustible José María Aznar han conseguido acceder a tal privilegio. El miedo a despertar su ira provoca auténtico pánico. Forma parte de ese selecto grupo al cual pertenecen terratenientes, grandes empresarios y aristócratas, cuyo poder permea toda la sociedad. Hasta su reciente fallecimiento, han sido caciques venerados por la sociedad cortesana en España el banquero Emilio Botín; el presidente del grupo Planeta, José Manuel Lara Bosch; el fundador del Grupo Prisa, Jesús Polanco; los fundadores de El Corte Inglés, Ramón Areces e Isidoro Álvarez, o la duquesa de Alba. Entre los vivos destacan el dueño del holding Zara, Amancio Ortega; los herederos de la banca March, dirigida por Carlos March; el grupo ACS con Florentino Pérez a la cabeza. Nombres propios cuya sola mención hace temblar a propios y extraños. Dueños de empresas, medios de comunicación, terratenientes, banqueros, forman parte de la plutocracia que hoy controla la vida política en España. Poco se puede hacer contra ellos. Son el IBEX 35.
En España no se puede escribir contra la plutocracia. No existe libertad de prensa ni libertad de expresión. Primero la autocensura juega ese papel fiscalizador de mordaza, miedo y cobardía. Mejor no hablar de ellos, ni mencionarlos ni atacarlos. Si algún medio de prensa lo hace, mejor valore sus consecuencias. Se acabaron los ingresos por publicidad. Y si se trata de una publicación impresa, de la noche a la mañana podrán surgir problemas en la distribución, costos de papel, y si la cosa es grave habrá presiones para cerrar el medio en cuestión. En definitiva, evite los conflictos y manténgase alejado de la crítica al poder real. Hable de futbol, corrupción, narcotraficantes, inmigración ilegal, inauguraciones de hospitales, viajes oficiales, escándalos de faldas, guerras, tráfico de armas, etcétera. Es decir, del poder formal. No hay problemas, siempre y cuando no despierte a la bestia.
Si la autocensura no funciona, y nos encontramos con un artículo peligroso, el consejo de redacción debe actuar de filtro, para ese efecto están los corre, ve y dile. Informan y pasan el dato. Si eso no es suficiente, habrá que llamar al director y evitar que se publique. Y si tampoco funciona, se intimida con acudir a los tribunales y exigir daños y perjuicios. Todo un conjunto de triquiñuelas para lograr convencer al osado colaborador de no publicar su crítica. Por ello, agradezco a La Jornada su edición, símbolo de libertad de la libertad de prensa y compromiso con la verdad. En España ese artículo fue censurado en periódicos y medios digitales.
Eso sí, sea usted un fiel servidor de los intereses plutocráticos de caciques y se verá recompensado. Reconózcalos como padres de la patria, artífices de los cambios democráticos y la regeneración política, enaltezca sus valores y transfórmelos en mecenas con vocación de servicio público. A cambio obtendrá una recompensa económica nada desdeñable. El poder sabrá reconocer sus méritos. Su carrera profesional irá en ascenso, no tendrá obstáculos, y si los hubiese, ellos se encargarán de eliminarlos. Está en nómina, es su empleado. Le darán órdenes y cuando consideren cumplida su función, lo tirarán a la cuneta, otro ocupará su lugar. Su dignidad habrá perecido en el camino, aunque en su haber podrá contarles a sus amigos que ha cenado, conocido secretos de alcoba y algún chascarrillo de la plutocracia. En su nómina hay gentes del arte y la cultura, científicos, deportistas y ex presidentes latinoamericanos.