a madrugada de ayer fue detenido en Morelia, Michoacán, el líder de los Caballeros templarios –Servando Gómez Martínez, La Tuta–, en un operativo que, según las autoridades, se desarrolló sin disparar un solo tiro y sin encontrar resistencia por parte del capturado. Al referirse a la detención, el presidente Enrique Peña Nieto agradeció a los efectivos federales que participaron en el operativo por haber detenido a este delincuente tan buscado y que había generado un ambiente de zozobra y de enorme delincuencia en el estado de Michoacán y en esa región
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La captura y procesamiento de integrantes connotados de la delincuencia organizada es un paso ciertamente positivo y necesario para el restablecimiento del estado de derecho en el país, particularmente en Michoacán, pero no es suficiente. La reparación de la lamentable circunstancia que se vive en esa entidad en materia de seguridad, justicia y paz social no se logrará en la medida en que persistan las causas de fondo de esos flagelos: la descomposición económica, social e institucional que campea en todo el territorio, que es lo que realmente ha generado un ambiente de zozobra y de enorme delincuencia en el estado de Michoacán y en esa región
, por usar las palabras empleadas por el propio Peña Nieto en la alocución de ayer.
Sería erróneo achacarle a la actual administración la responsabilidad total por esas causas, que la anteceden por mucho, pero ésta, sin embargo, se ha encargado de acentuarlas mediante intervenciones erráticas, tardías y contraproducentes como la que se ha observado en el caso de Michoacán: lejos de adoptar medidas que contribuyeran a revertir la violencia e ilegalidad en esa entidad, el gobierno federal se dedicó a desmovilizar
a los grupos de autodefensa que surgieron como consecuencia de la inoperancia de las autoridades; persiguió a los sectores más críticos de esas organizaciones, y generó, con ello, la percepción de un designio de impunidad favorable a los grupos delictivos. La propia detención de La Tuta, e incluso el eventual desmantelamiento de los Caballeros templarios, podrían ser en la coyuntura actual hechos de poco impacto para revertir el índice delictivo galopante y la proliferación y realineamiento de organizaciones criminales en esa entidad.
Resulta paradojal que la captura del narcotraficante michoacano coincide en la fecha con la remoción de Jesús Murillo Karam al frente de la Procuraduría General de la República, cuyo desempeño se caracterizó por un debilitamiento en la capacidad del Estado por procurar justicia, que no se limitó, por desgracia, a Michoacán. Otro caso que hace patente ese extravío es la incapacidad de las autoridades por esclarecer el asesinato y desaparición de normalistas de Ayotzinapa en Iguala: a cinco meses de ocurridos los hechos, las pesquisas oficiales en torno al caso acusan fallas, incongruencias y vacíos que las hacen inverosímiles para las familias de las víctimas y para gran parte de la opinión pública nacional e internacional.
Al igual que en Michoacán, la situación de inseguridad y conflictividad que se vive en Guerrero no se explica únicamente por el accionar de organizaciones delictivas o de funcionarios incapaces en particular, sino sobre todo por el agotamiento de una institucionalidad que ha perdido la capacidad de cumplir con sus responsabilidades más elementales y cuyos mandos no parecen interesados en enfrentar las causas estructurales de los problemas que enfrenta el país.
Por esas razones, la captura de La Tuta y la remoción de Murillo no bastan para restaurar la seguridad ni para corregir el rumbo de la procuración de justicia y podrían quedar como acontecimientos mediáticos y coyunturales. Tanto el descontrol michoacano como la insatisfactoria pesquisa tras el episodio atroz de Iguala han hecho evidente que tales objetivos requieren de un replanteamiento político e institucional profundo e integral en esos rubros.